De hoy al domingo, tendrá el país una inolvidable temporada de danza. Primero, el Grupo Juvenil de la Compañía Nacional de Danza en el Teatro 1887. La coreografía de Francisco Centeno y la presencia de bailarines como Marenco, Vargas e Hiram Quesada, más las excelentes muchachas del grupo, son garantía de excelencia.
A la par, en el Teatro Eugene O'Neil (7 y 8 de noviembre) estará Cristina Gigirey con "20 años de danza". Cuatro obras componen el programa: "Intimo Despertar", de Marianella Vargas; "Tragaluz", de Jorge Ramírez; "Pavana para una infanta difunta", de Elena Gutiérrez y, para terminar, una obra maestra, que dura fresca a sus años: "La casa de Bernarda Alba", de Cristina Gigirey. Garantizo la excelencia de la cuatro.
Valor de los sueños. La Pavana la bailan Rolando Brenes, excelente y archiconocido, y Gabriela Dörries, hija de Cristina y excelente bailarina también. La coreografía de Gutiérrez se abraza y amolda a la lánguida música de Ravel: candenciosa, lenta, pensativa, casi que enfermiza. El vestuario, sobrio, anuncia al Medioevo o al temprano renacimiento italiano. Algo de los movimientos pictóricos de Botticelli hay en eso. El muchacho es serio y contemplativo de la finura de su compañera de otro mundo: exquisita y dulce. La música se los lleva y los trae. Hay un momento en que ella es alzada por el compañero y junta en rombo las piernas y los pies en el aire. Un punto inolvidable en la obra. Como Ravel, comienzan como en la imaginación y se deshacen en la penumbra de la vigilia. La obra tiene el valor de los sueños.
Después de esta pieza dulce y triste, viene la obra maestra de Cristina Gigirey: "La Casa de Bernarda Alba", con música de Ravel, el Bolero, e inspirada en la obra eterna de Federico García Lorca. El vestuario fue diseñado hace 20 años por Siebeking. Actúan cinco bailarinas de Danza Abend, una de ellas hija de Cristina, y la propia Cristina como Bernarda.
Las muchachas son serias, tristes, acongojadas, como dolorosas. Son angustias y martirios vivientes como sus nombre, en medio del encierro obsesivo por el luto del padre que ordenó Bernarda, cuidadora violenta y drástica de virginidades ajenas. García Lorca advierte al principio de su obra que "estos tres actos tienen la intención de un documental fotográfico", lo que captó la coreógrafa. Todas de negro riguroso, hundidas en ese mar de luto, salvo cuando Adela muere y se lanza a los brazos de la madre con una sobrepelliz blanca, engaño de la virginidad perdida. Las hijas de Bernarda en ciertas circunstancias al fondo de la escena, adoptan los movimientos en los pies y en las actitudes del cuerpo que sugieren la yegua en celo del corral, cuando huele al caballo de Pepe el Romano. Toda la obra es un crescendo, como la música y el texto, de violencia e insatisfacción, que convergen en las bailarinas a la perfección. Cristina, como Bernarda, logra ser la tirana de todos esos corazones.
Lorca y Ravel. Es un triunfo de Cristina el haber encontrado para su ballet sobre el texto de la Bernarda Alba la correspondencia con el Bolero de Ravel. La atmósfera obsesiva que crea la música se corresponde a plenitud con Bernarda. Parece que al final se oye, en el abrazo de la madre y la hija muerta, la voz del autor que grita, como en premonición de su suerte: "La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! A callar he dicho... Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!", y concluye la obra. Todas las emociones convergen y se piensa en la tragedia de esa familia y de toda la España de ese tiempo.
Una temporada de esta clase, que viene solo una vez al año, hay que aprovecharla, disfrute usted.