
Costa Rica vive una época en la que las pruebas también mienten. Audios de WhatsApp, capturas de pantalla, videos y documentos digitales circulan como si fueran verdad revelada.
En los últimos meses, una exministra aportó grabaciones privadas para sustentar acusaciones contra figuras del gobierno, y presuntas víctimas del director del OIJ entregaron fotos, audios y chats que se publicaron casi en tiempo real.
Pero una pregunta esencial quedó sin responder: ¿alguien verificó científicamente que ese material fuera auténtico? El periodismo –y la justicia– no pueden basarse en la fe. En una era en que cualquiera puede editar un audio, falsificar un chat o alterar la fecha de un archivo, la autenticidad no se presume; se demuestra. Y esa demostración requiere más que intuición o confianza personal: necesita rigor técnico, pericia digital y protocolos.
Aclaremos algo desde el inicio: este llamado a la verificación no deslegitima denuncias ni desautoriza a víctimas. Tampoco defiende a posibles responsables de delitos. Es, precisamente, una defensa de todos: de las víctimas verdaderas, de los acusados inocentes y, sobre todo, de la credibilidad de los medios.
Cuando la verificación falla, todos pierden. Hoy, los medios están publicando –con demasiada frecuencia– fragmentos reenviados por terceros, archivos editados o pantallazos sin origen claro.
Y, cada vez más, las “fuentes” entregan material que ellas mismas grabaron o seleccionaron. Eso no las vuelve deshonestas, pero sí obliga a los periodistas a hacer lo que nadie más hará: someter ese material a una revisión técnica rigurosa.
En redacciones internacionales, esto no es optativo: es norma. El equipo de investigaciones visuales de The New York Times, por ejemplo, ha reconstruido ataques aéreos en Siria y ejecuciones en Myanmar usando análisis forense de video y audio.
La BBC y The Guardian lo aplican para autentificar grabaciones de abusos policiales. Amnistía Internacional y Forensic Architecture lo han usado para documentar crímenes de guerra en Ucrania y Gaza.
Todos ellos parten del mismo principio: no hay historia tan urgente como para renunciar a la certeza de los hechos. El llamado “análisis forense de medios” no es ciencia ficción. Es el conjunto de técnicas que permite determinar si un video, un audio o un documento fue manipulado, reexportado o fabricado.
Combina observación humana, conocimiento del contexto y análisis técnico. Y sobre todo, asume algo que a veces olvidamos: la prueba digital también puede mentir.
En Costa Rica, estas prácticas todavía no forman parte de los protocolos periodísticos ni judiciales. Las redacciones publican lo que circula; los tribunales reciben lo que se viraliza.
Y el riesgo es enorme: convertir el juicio público en una réplica del grupo de WhatsApp. Nadie espera que cada periodista sea perito digital. Pero sí que cada medio –y cada fiscalía– adopte estándares mínimos: pedir el archivo original, comprobar su trazabilidad, y consultar a especialistas independientes cuando lo que está en juego es la reputación o la justicia.
La confianza personal no sustituye el método científico
El rigor técnico no debilita el periodismo, lo protege. Permite que las denuncias reales se sostengan frente a los tribunales y la historia, y que las falsas no destruyan reputaciones. Porque la duda, cuando se ejerce con método, no es cinismo, es responsabilidad. En una época en que la manipulación digital se volvió cotidiana, el periodismo debe ser el primer filtro, no el primer altavoz.
La verdad necesita defensa técnica. Y la defensa técnica exige una ética implacable: verificar, incluso cuando la historia parece cierta. Solo así se preserva lo más valioso que tiene la prensa: la confianza pública.
Antonio Jiménez es periodista especializado en investigación, contenido multiplataforma y medios digitales.