Los criterios de reporte gerencial ESG (siglas en inglés de ambiental, social y gobernanza) se han vuelto convencionales. Las principales firmas de Wall Street han adoptado estas normas como una guía para la inversión responsable, y obligan a miles de corporaciones en las que invierten a hacer lo mismo.
Ahora bien, ¿ayudan las normas ESG a los inversionistas y a las corporaciones que operan en el sur global a asignar el capital de manera más eficiente? ¿O es solo una expresión de los valores y prioridades posmodernas del mundo rico?
El estándar ESG exige que las empresas informen sobre sus prácticas ambientales y los riesgos climáticos asociados; sobre la manera en que tratan a los trabajadores, a los clientes y a las comunidades donde operan; y sobre diversos criterios de gobernanza, como la diversidad de sus juntas directivas y la regularidad de las auditorías por mal comportamiento, tanto internas como externas.
El proceso está destinado a que los inversionistas estén mejor informados acerca del impacto general que la empresa tiene sobre su entorno, con la idea de que, a menos que las empresas sean conscientes de su efecto general, los problemas que pasan por alto o desestiman pueden volvérseles en contra.
Los estándares ESG, por ende, combinan la sentencia de que «lo que no se puede medir no se puede gestionar» con la observación del difunto profesor de la Universidad de Harvard John Ruggie de que a las corporaciones les conviene adoptar los valores de la sociedad en las que están insertas, como los derechos humanos. En este contexto, los ESG son una mejora respecto a la tradición de enfocarse solamente en la rentabilidad financiera.
Pero ¿hasta qué punto los criterios ESG ayudan a los países en el sur global a cerrar las enormes brechas de ingresos y bienestar que los separan de las economías avanzadas? Si lo miramos con detalle veremos que nada en el marco de los ESG favorecería explícitamente el tipo de inversiones que hacen falta para alcanzar este objetivo.
Se necesita con urgencia un marco alternativo. El crecimiento compartido en la mayoría de los países en desarrollo está limitado por la incapacidad de sostener importaciones más altas, que hacen falta para producir casi cualquier bien o servicio moderno. Una escasez de divisas reduce la disponibilidad de los insumos necesarios.
Para importar más, es preciso poder exportar más. Una capacidad exportadora débil se traduce en un cociente de importación bajo y una tasa de crecimiento que es sumamente sensible a los cambios exógenos en la capacidad de importar, como los que surgen cuando aumentan los términos de intercambio, la ayuda para el desarrollo o el financiamiento, como sucedió durante el superciclo de los «commodities» del 2004 al 2014.
Consideremos la siguiente comparación entre Japón y Bangladés, Etiopía, Nigeria y Pakistán, todos países con una población de entre 100 millones y 200 millones de habitantes. Antes de la pandemia de covid-19, Japón era 19 veces más rico que Etiopía y 8 o 9 veces más rico que los demás. Su cociente importaciones-PIB era 2 o 3 veces más alto que el de los otros. Y el precio de un dólar en unidades de producción doméstica comparable en Japón era alrededor de un tercio del de los otros países.
Un precio alto sumado a un volumen bajo es un signo revelador de una restricción de divisas. Asimismo, en Etiopía, Pakistán y la mayoría de los otros países de bajos ingresos, las exportaciones pagan menos de la mitad de la factura de las importaciones. El resto proviene de ayuda externa o de un endeudamiento insostenible.
En una economía en crecimiento, es fundamental que las exportaciones acompañen el proceso de crecimiento, lo que normalmente conlleva un aumento de salarios. Si sostener las exportaciones depende de mantener bajos los salarios, los crecientes ingresos reducirán la capacidad exportadora, deteniendo el proceso de crecimiento.
Los países de rápido crecimiento en el este de Asia y el este de Europa pueden sostener ingresos crecientes porque han modificado su canasta de exportaciones hacia productos más complejos.
Por el contrario, las industrias exportadoras de Sri Lanka —té, canela, coco y hasta confección— luchan por seguir el ritmo de los aumentos salariales del resto de la economía. Así, cuando a su economía general le va bien, estas industrias se achican, se reduce la capacidad del país de importar y se desatan una crisis de la balanza de pagos y una desaceleración del crecimiento. Sri Lanka ha experimentado este escenario en repetidas ocasiones, inclusive en este mismo momento.
Asimismo, en países de ingresos medios, el mercado doméstico, por lo general, se caracteriza por grandes conglomerados que han tomado posiciones dominantes en actividades no transables internacionalmente, como el comercio minorista, la banca, los seguros, la construcción, las telecomunicaciones y las bebidas (por lo general, cerveza y gaseosas).
Estos sectores tienen suficiente poder monopolizador como para ser generosos con sus trabajadores. También pueden diseñar productos para los clientes de la base de la pirámide y sobresalir en todos los parámetros de los que se preocupa el marco ESG.
Sin embargo, estas industrias requieren divisas que ellas mismas no ayudan a generar. Por lo tanto, no pueden empujar al país más allá de la producción que se puede sustentar por la capacidad exportadora de los demás. Asimismo, como sostuve recientemente, tienen récords lamentables en materia de investigación y desarrollo u otras métricas de innovación, aunque nada de esto les afecta en las métricas actuales de los criterios ESG.
Este tipo de estructuras comerciales explican una característica de los países de ingresos bajos y medios de hoy que habría sorprendido a Karl Marx. Él predijo que la producción capitalista organizada por empresas que poseen sus medios de producción y contratan trabajadores a cambio de un salario desplazaría la producción de los artesanos que son dueños de sus propias herramientas de trabajo. Sin embargo, a hoy, la producción capitalista contrata solo la mitad de la fuerza laboral en los países de ingresos medios y mucho menos que eso en los países de bajos ingresos. El resto de la fuerza laboral es autónoma o trabaja en microempresas que se asemejan a las de la época de Marx.
Esta situación está íntimamente relacionada con la escasez de divisas. En pocas palabras, las actividades no transables modernas no pueden crecer más allá de la capacidad de la economía de generar divisas. Desafortunadamente, el ESG está desconectado de los criterios que favorecerían inversiones verdaderamente transformadoras en el sur global. Por el contrario, favorece inadvertidamente a los productores monopolizadores de bienes no transables que pueden permitirse los mayores costos del reporte y gobernanza que requieren los ESG.
La motivación detrás del concepto ESG es bienintencionada, pero el mundo necesita un sistema de puntuación diferente, que favorezca específicamente aquellas actividades exportadoras que permiten una mayor complejidad, innovación y mejores salarios.
Ricardo Hausmann, exministro de Planificación de Venezuela y ex economista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo, es profesor en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard y director del Harvard Growth Lab.
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