1) Defensa de la democracia, la integridad territorial y la soberanía. 2) Promoción, protección y respeto de los derechos humanos y libertades fundamentales. 3) Promoción de la paz, el desarme y la seguridad nacional, regional y mundial. 4) Fortalecimiento del derecho internacional y desarrollo del multilateralismo. 5) Promoción del desarrollo sostenible. A ellos añado el impulso del libre comercio basado en reglas, bastión de nuestro modelo de desarrollo.
En la actual política exterior estadounidense, en cambio, la democracia y los derechos humanos se esfumaron como variables claves y públicas; ahora prevalecen los intereses, a menudo mal entendidos. La soberanía y la paz se abordan desde estrechas ópticas transaccionales. El derecho internacional y el multilateralismo se perciben como estorbos para sus crecientes decisiones unilaterales, porque ambos implican contención y reglas; su principal víctima, hasta ahora, ha sido el comercio global abierto, del que tanto dependemos. El desarrollo sostenible y la protección ambiental, por su parte, son blanco de sistemáticos ataques.
Resultado: las identidades compartidas que nos acercaban y hasta protegían cuando surgían discrepancias, ya no son prioritarias para la Casa Blanca. Como resultado, El Salvador del autócrata carcelero Nayib Bukele se está acercando a nuestro lugar, al menos por ahora.
Peor aún, la dimensión interna de esos ejes estratégicos también se debilita, por los ímpetus autoritarios del presidente Chaves, su desdén por el Estado de derecho y su virtual abandono de la política ambiental. Aunque algunos extremistas aquí y en Washington lo vean bien, sería una perversa ruta como nueva forma de acercamiento.
Más bien, deberíamos fortalecer nuestra sólida identidad global y el poder blando (soft power) que otorga a nuestra diplomacia. Sería lo mejor para nuestra convivencia y para administrar la nueva y compleja etapa de relaciones con Washington.
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Eduardo Ulibarri es periodista y analista.