La modestia no se dice, se hace, porque, en el acto de enunciarla, en realidad se niega: excusatio non petita, accusatio manifesta (explicación no pedida, acusación manifiesta), invoca la sentencia medieval. Es decir, si se tratara de hacer algo al respecto, la persona no dice que es humilde, lo demuestra.
Esa gente que anda por ahí en la constante paradoja de alardear sobre su modestia resulta incómoda, pero si se trata de quienes gozan de la elección popular para la función pública, es, además, preocupante.
Toda persona, sin importar su cargo —pero sobre todo si ocupa la presidencia, una diputación o un ministerio— necesita su cable a tierra: alguien que le hable al oído con franqueza y le ayude a mantener una disposición favorable a la autocrítica, de manera que le permita rectificar el rumbo. Esto es especialmente necesario porque la responsabilidad de un cargo así conlleva la obligatoriedad de someterse al ojo púbico. Es claro que el servilismo ajeno que suelen demandar quienes son así no conviene, pues fomenta malos hábitos: políticamente puede terminar con un círculo cercano integrado por aduladores que nunca le hablará con la verdad.
Sumémosle otro perjuicio —de un impacto social importante—: el falso modesto suele prestar mayor atención a su hambre narcisista de reparación que a las responsabilidades que debería atender.
En cualquiera, pero especialmente en alguien de alto rango, la falsa humildad es poco elegante y le quita autoridad a su investidura. Ustedes saben lo importante que es tener una ministra o un jefe de estado «presentable», que transmita, a la vista, la dignidad de su cargo, mediante su comportamiento y cortesía.
Un inconveniente adicional que ocasiona dicha actitud está relacionado con los hallazgos de un estudio de la American Psychological Association, publicado en su Journal of Personality and Social Psychology, que concluyen que fingir humildad pone en evidencia un carácter inseguro, pues lo que se busca, en el fondo, es venderse para recibir halagos y reconocimiento y sentir así, que es alguien valioso.
No obstante, según la misma investigación, ello es contraproducente: ocasiona lo contrario de lo que se persigue pues provoca mucho rechazo.
La costumbre de hablar de sí mismo en tercera persona y algunas frases para referirse a sí, tales como: «su humilde servidor», afirman irónicamente que se es feo, así como la costumbre de explicar las cosas como si su auditorio fuera de escasas entendederas, traicionan al humilde artificioso.
El tema no es menor, ni incumbe únicamente a quienes se dedican a la psicología.
Cuando se trata del ejercicio público, reflexionar sobre esto ayuda a echar luces sobre los orígenes y las motivaciones de sus reacciones frente a los juicios no favorables.
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Su necesidad de reconocimiento puede estar asociada con su sensibilidad ante las críticas y sus constantes intentos por degradar, con ataques al cuerpo, a todo lo que no le devuelva una imagen agradable de sí mismo: la prensa, la legislación, las reglas… La institucionalidad.
Así, quien finge modestia resulta ser, en la mayoría de las ocasiones, un fachento, terco y soberbio, mala combinación con el cargo público.
Es, por ello mismo, alguien tan preocupado por su imagen que es capaz de organizar una campaña sin fin sobre sí mismo y hacerse de un equipo que promocione cada acto como si fueran gestas faraónicas, exaltando cada detalle hasta el ridículo.
Por cierto, en estos días las redes sociales muestran una publicidad misógina y mal disimulada del trasero de una alta funcionaria como quien alardea del equipazo que tiene.
Puede ser buen momento para considerar que, como recordó el eterno funcionario italiano Nicolás Maquiavelo, la tisis al inicio es fácil de curar, pero difícil de reconocer y más tarde fácil de identificar, pero difícil de curar.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.