
En mi paso por las aulas y seminarios españoles en materia de derechos humanos, la mención y referencia a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) –o, de interés para esta reflexión, el Pacto de San José–, aparece con una naturalidad casi ritual. Se menciona una y otra vez, como si su sola invocación bastara para traer consigo una promesa: garantías, límites al poder, centralidad de las víctimas.
El nombre funciona. Opera. Legitima. Y no es casual: la CIDH tiene su sede en San José de Costa Rica, y ese dato –repetido, implícito o explícito– sigue anclando al país en el imaginario global como referente en derechos humanos y su establecimiento en el país se debió a un fundamento histórico relevante.
Como costarricense, esa escena siempre me produce una sensación ambigua. No es orgullo simple ni rechazo automático. Es inquietud. Porque, mientras en estos espacios “San José” continúa funcionando como sinónimo de protección jurídica y densidad ética, a lo interno de Costa Rica el discurso político y ciertas prácticas estatales empiezan a moverse en otra dirección. La paradoja no es menor: el símbolo permanece sólido, pero el suelo político que lo sostiene muestra fisuras cada vez más visibles.
El prestigio internacional de Costa Rica en materia de derechos humanos no surgió de la nada. Se construyó históricamente a partir de una arquitectura institucional específica y de decisiones políticas sostenidas en el tiempo. Por eso, el nombre del Pacto no es solo un topónimo: es una marca normativa. Sin embargo, las marcas también se desgastan cuando el uso cotidiano deja de corresponderse con el contenido que prometen.
En los últimos años, el actual gobierno ha desplegado una serie de gestos que, leídos en conjunto, reconfiguran el lugar de los derechos humanos en el discurso estatal. No se trata de afirmar, de manera simplista, que Costa Rica “ya no cree” en los derechos humanos (porque no es así). El problema es más sutil –y por eso más preocupante–: los derechos comienzan a aparecer como un lenguaje incómodo, prescindible o subordinado a otras prioridades políticas.
Recientemente, la abstención de Costa Rica en votaciones relevantes en la ONU, como la obligación de ayuda humanitaria de Israel para Gaza, rompiendo alineamientos históricos; la visita del presidente Rodrigo Chaves a la megacárcel salvadoreña como gesto de legitimación simbólica de un modelo punitivo extremo; o la creciente confrontación retórica con organismos de control, no son hechos aislados. Son prácticas discursivas que producen sentido. Y el sentido que producen es claro: los derechos humanos dejan de ser horizonte y pasan a ser obstáculo.
En ese contexto, resulta especialmente elocuente el llamado de Francesca Albanese, relatora especial de Naciones Unidas sobre territorios palestinos, al advertir sobre la necesidad de revisar –e incluso suspender– acuerdos comerciales, como el Tratado de Libre Comercio con Israel, cuando estos pueden contribuir a violaciones graves del derecho internacional humanitario y de los derechos humanos. Su advertencia no es ideológica ni retórica: se inscribe en obligaciones jurídicas claras de los Estados en materia de no cooperación con violaciones sistemáticas de derechos.
Que Costa Rica mantenga silencio político frente a ese llamado, o lo diluya bajo la lógica de la neutralidad comercial, vuelve a tensar la imagen del país como actor coherente dentro del sistema interamericano. No porque un tratado comercial defina, por sí solo, una política de derechos humanos, sino porque la coherencia también se juega en lo que un Estado decide no problematizar.
Aquí es donde mi inquietud personal se vuelve analítica. Escuchar una y otra vez el "Pacto de San José" en clases y seminarios europeos produce una especie de disonancia cognitiva: el nombre sigue funcionando como garantía, mientras el Estado que le da anclaje territorial empieza a tratar los derechos humanos como un capital simbólico heredado, no como una práctica política viva que requiere cuidado, consistencia y, a veces, costo.
Conviene decirlo con claridad: alojar a la Corte Interamericana no convierte automáticamente a un Estado en modelo permanente de derechos humanos; no digo eso. Tampoco una abstención, una visita o un silencio equivalen por sí solos a una política abiertamente contraria a los derechos. Pero cuando esos gestos se acumulan y se articulan discursivamente a lo largo del periodo de gobierno, lo que emerge es una redefinición del lugar que ocupan los derechos humanos en el proyecto de poder.
La pregunta, entonces, no es si Costa Rica “sigue siendo” el país del Pacto de San José. Esa formulación es nostálgica y poco útil. La pregunta más incómoda –y más necesaria– es otra: ¿qué significa hoy alojar uno de los tribunales de derechos humanos más importantes del mundo cuando el propio Estado anfitrión empieza a hablar el lenguaje de los derechos como si fuera un estorbo?
Tal vez el verdadero riesgo no sea perder el prestigio internacional de golpe, sino algo más silencioso: que San José continúe circulando como nombre impecable mientras su referente político se vacía. Y que, un día, en esas mismas aulas donde el Pacto se menciona con respeto, alguien empiece a preguntar no dónde está la Corte, sino qué tan lejos quedó el país que le dio nombre.
JOSEDANIEL.RODRIGUEZ@ucr.ac.cr
José Daniel Rodríguez Arrieta es politólogo, M.Sc. en Estudios Avanzados en Derechos Humanos y profesor de la Universidad de Costa Rica (UCR).
