Agosto ha andado la mitad de su camino y paseo por Puerto Viejo, Wolaba, como se le llama cada vez con más frecuencia.
Más allá de donde estuvo el comisariato de Manuel León encuentro, bajo una palmera, una silla con las patas muy bien puestas en la tierra. Tomo posesión para estar más a gusto mientras recorro las aguas con la mirada sorprendida de siempre. Aún no sé cuán tibias están; lo descubriré en un rato, cuando entre para fotografiar de cerca el barco hundido que lleva allí años, entre hombres que nadan y niños juguetones, que vienen siendo lo mismo.
La nave es una criatura marina de esas que un día, o una noche, topan con una dificultad, o una suma de estas, y se van de bruces hacia la costa. Allí permanecen, aparentemente inmóviles, de panza o de costado, como cachalotes con la brújula desorientada. El sol hace de esta en particular una señal del rumbo de la tarde; el atardecer la transforma en una aguja de sombra sobre la arena.
Uno observa desde la orilla este naufragio y piensa que después del próximo parpadeo se habrá ido. Es sencillo imaginar que ciertas criaturas del Caribe están hechas de magia, de gas o del aroma de los ilán ilán.
Estas criaturas, como nosotros, saben de rumbos, travesías y espejos. Nos diferenciamos en que a nosotros no nos arrastran las tormentas (al menos no las marinas), ni terminamos el viaje convertidos en percha de garzas de vuelo calculado, lo que, todo sea dicho, es un muy bello final.
En la costa del Caribe sur destacan dos naufragios visibles: este de Puerto Viejo y otro, mucho mayor, en Manzanillo. Manos desconocidas los han ido poblando de grafitis y los días, los pausados días de la región, los desarman sin apuro, como si centraran todo su empeño en evaporarlos lentamente.
Hallamos también buques sumergidos. Los más célebres son los dos de Cahuita, cadáveres más allá de la punta donde creció el pueblo original. Fueron en otra vida naves esclavistas danesas: el Fredericus IV y el Christianus V. Nada desde la orilla revela su presencia, pero las fotos no mienten, y tampoco los buzos, que en cada inmersión regresan al domingo 2 de marzo de 1710, fecha del hundimiento.
El folclor se alimentó de ellos durante años; se decía que eran piratas, lo cual es sinónimo de tesoros señalados con cruces en los mapas. En su libro Wa’ pin man, Paula Palmer recoge el testimonio de Augustus Mason, quien en los setenta del siglo pasado le habló sobre los espíritus protectores de los cofres. Aseguró, por ejemplo, que había uno en cayo Pirripli, inconfundible por vestir traje blanco, como un marinero, y por la falta de cabeza, como algunos políticos.
Durante décadas, en la costa talamanqueña se dieron por ciertas luces que bailaban sobre los restos de naufragios. Los brillos señalaban el punto donde fabulosos baúles seguían esperando al valiente que decidiera caminar sobre el miedo e ir por ellos.
Visito el Caribe sur con frecuencia y nunca he alcanzado a ver espíritus luminosos sobre las aguas. Quizá ocurre con ellos lo mismo que con las apariciones marianas, desaparecidas desde que los celulares incluyen cámara.
Ya ven, se sienta uno frente a la verde quietud, en un sencillo trono, y la imaginación agarra hacia donde quiere. Llega incluso al Mediterráneo y tararea una canción conocida también por ustedes en la que se habla de parcas y temporales.
La aventura del tema de Serrat empezó en un disco editado el mismo año en que nací, de madrugada, en el distrito Hospital.
Mi cuna no estuvo en el mar entre dos tierras, sino en la meseta. Mi signo zodiacal es de agua. En las líneas de mi mano está escrito un único naufragio inevitable. Exijo, si hay algo después de esa frontera, que se me conceda emerger, a bordo de una carabela, como un grumete fascinado por los fuegos de Santelmo.
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Ovidio Muñoz Corrales es periodista.
