En las postrimerías del gobierno de Luis Alberto Monge, acompañé a su viceministro de Relaciones Exteriores, amigo cuya temprana muerte deploro todos los días, a una reunión del Grupo Contadora, destinado a promover la paz en Centroamérica, celebrada en Managua.
Visitamos a Violeta Chamorro, rato después presidenta de Nicaragua, quien nos recibió en el diario La Prensa con la proverbial hospitalidad de las buenas gentes de su país, en compañía del poeta Pablo Antonio Cuadra. Fue una conversación enjundiosa de la que todavía rescato varios tomos de la poesía de Cuadra, que me obsequió autografiados.
Las vicisitudes de aquella época terrible nos llevaron a una cárcel de Managua, donde permanecía un costarricense por causas que ahora escapan a mi memoria. Se trataba de visitarlo para constatar las condiciones de su reclusión, en protección de su integridad y sus derechos; no tuvimos indicio de que le fueran violados.
Tampoco preciso de qué cárcel se trataba, pero supongo que no de El Chipote, reconocido centro de represión y tortura empleado con largueza por la dictadura somocista.
Lucía Pineda. No es en El Chipote donde la dictadura que asola hoy Nicaragua retiene a la periodista costarricense Lucía Pineda desde finales del año pasado, a la espera de que una judicatura pervertida la condene este mes por incitación al odio y terrorismo. Así se tipifica en Nicaragua la práctica de un periodismo independiente e insumiso. Ella está en la que, no sin sarcasmo, llaman cárcel La Esperanza.
Allí, Lucía Pineda es objeto de tratamientos crueles y degradantes, como lo describen quienes han visto in situ las condiciones de su reclusión. Ella pertenece a los torturados de este mundo.
Lista infinita. Cuenta un biógrafo de Isaiah Berlin que en la ola de antisemitismo que antecedió a la muerte de Stalin, en 1953, un tío del pensador, Leo, fue detenido y acusado de pertenecer a una red de espías británicos. La acusación no tenía fundamento, pero a partir de su detención Leo fue torturado hasta que intentó suicidarse.
En esas condiciones, confesó y permaneció encarcelado; a la postre, tras la muerte de Stalin, fue puesto en libertad. Un día, todavía débil y desnutrido, Leo caminaba por Moscú cuando vio a uno de sus torturadores: “Sufrió (entonces) un ataque cardíaco y murió solo en una calle nevada”.
Lucía Pineda está viva, pero va en camino de un castigo funesto. Es urgente rescatarla de las fauces de este sombrío dictador y de su pandilla.
El autor es exmagistrado.