
En ocasiones, los países llegan a un punto en el que la pasividad deja de ser una opción. Creo que le toca el momento a Costa Rica: hoy, me mueve el deseo de una primavera costarricense. La llamo así en recuerdo de aquella Primavera Árabe que, hará 15 años, demostró que las redes sociales –ese espacio muchas veces “atontador” de masas– pueden convertirse, cuando las juventudes deciden usarlas con propósito, en el detonante de profundas transformaciones.
Fue en Túnez, Egipto y Libia donde el mundo vio, quizás por primera vez, que la indignación digital podía traducirse en presión política real. Que un hashtag podía llenar plazas. Que una generación podía decir “basta” y cambiar el rumbo de la historia. Esa enseñanza no debería caer en el olvido: las redes sirven para mucho más que para intercambiar basura digital y circular desinformación; también pueden proteger democracias.
Es eso, justamente, lo que hoy necesitamos. Porque Costa Rica observa, casi en silencio, cómo el Poder Ejecutivo erosiona instituciones, ridiculiza a los contrapesos democráticos, amenaza con dinamitar la técnica y se rodea de figuras cuya idoneidad suscita más dudas que confianza. Mientras tanto, una parte del país mira hacia otro lado –o cierra los ojos– y se consuela pensando que “aquí nunca pasa nada; que no pasará nada”. Pues sí pasa. Y seguirá pasando si no reaccionamos.
Por eso, sueño una primavera. No una primavera tibia, sino una irreverente, crítica, incomodante. Una que empiece en las juventudes, como lo hicieron tantas otras en el mundo, pero que sea respaldada por personas de todas las edades, trayectorias e identidades. Una movilización cívica diversa y transversal, unida por un solo objetivo: proteger la democracia antes de que el autoritarismo populista termine por devorarla.
Porque, en otros países, fueron las juventudes las que dijeron “hasta aquí”. En Túnez, tras el abuso sufrido por Mohamed Bouazizi, los jóvenes encendieron una revolución. También en Egipto, muchachos armados de celulares y valentía tumbaron a Hosni Mubarak. Y en Hong Kong, donde estudiantes desafiaron a Pekín bajo simbólicos paraguas amarillos. Pasó en Europa, donde Greta Thunberg, una joven sueca de apenas 15 años, inició una huelga escolar frente al Parlamento de Suecia en defensa del clima y terminó moviendo a millones.
Todos estos movimientos, estas primaveras, tienen algo en común: no pidieron permiso, fueron espontáneas respuestas a problemas que requerían acción, más que solo contemplación.
Por eso, tomo muy en serio las señales que aquí algunos subestiman. El 1.° de diciembre, mientras el presidente Chaves ofrecía una de sus típicas diatribas en que el enojo suplanta al argumento, muchas personas –jóvenes en su mayoría– que se habían congregado para celebrar los 77 años de la abolición del ejército en la plaza de la Democracia, lo empezaron a abuchear. Fue un movimiento espontáneo. No llevaban insignias partidarias; llevaban algo más poderoso: una lectura clara del riesgo institucional.
Pocos días después de los conciertos de Bad Bunny, decenas –quizá cientos– de personas corearon un claro “fuera Chaves”. Una forma, de nuevo espontánea, de manifestarse en defensa de la democracia. Después de un concierto. Sin organización ni líder.
Ambos momentos, quiero creer, con la frescura con la que las generaciones más viejas parecen haber perdido la capacidad de indignarse. Si eso no es señal de un despertar, ¿qué lo sería?
Pero, para que esa energía se convierta en movimiento, el país debe acuerparla, no observarla tímida o cómodamente desde lejos. Me encantaría una primavera costarricense gestada desde la juventud, sí, pero que no se quede en ella. Debe convertirse en una corriente intergeneracional, verdaderamente amplia, capaz de recordar que este país fue construido por personas muy distintas entre sí, pero unidas en un acuerdo básico: la democracia no se negocia.
El 1.º de febrero no elegiremos solamente un gobierno y un Congreso; definiremos si estamos dispuestos a que el guion del autoritarismo populista siga avanzando. Ya conocemos las señales: descalificación sistemática de la prensa, insultos como método, burla de los contrapesos, desdén por la academia, concentración de poder. A ello se suma la promoción de una candidata presidencial de utilería rodeada de figuras cuya hoja de vida, en cualquier otro país, levantaría alarmas éticas inmediatas.
Nada de esto es casual. Nada es inocente. El deterioro democrático nunca comienza de golpe: empieza con la normalización del abuso, con la risa cómplice, con la apatía ciudadana.
Por eso quiero una primavera costarricense incómoda, ruidosa, insolente, que le recuerde al poder –a este y a cualquiera que venga– que Costa Rica no tolera la destrucción de sus instituciones. Una primavera que demuestre que la democracia no se entrega a cambio de entretenimiento político ni de discursos inflamados. Una primavera que nazca de la juventud, sí, pero que la acompañen las generaciones que alguna vez defendieron este país con igual convicción.
No pretendo reacciones incendiarias para actos ilegales que, irónicamente, siembren violencia o inestabilidad; no. Deseo acciones pacíficas pero firmes, sesudas, conscientes. Que apunten la brújula hacia un norte de paz, libertad y democracia plena: hacia lo que realmente ha sido y es Costa Rica. Los tiempos son difíciles, pero podemos corregir.
Costa Rica aún está a tiempo. Pero no siempre lo estará. Que el 1.° de febrero marque el inicio de una primavera que no pida permiso, porque entiende que ya no hay tiempo para pedirlo.
juan.romero.zuniga@una.ac.cr
Juan José Romero Zúñiga es médico veterinario, epidemiólogo y académico investigador en la UNA y la UCR. Ha publicado múltiples artículos científicos en revistas internacionales.
