
En la era de los datos y de lo que llamamos “inteligencia artificial” –aunque, en la mayoría de los casos, se trata de sistemas de aprendizaje automático entrenados para predecir y dirigir conductas–, la libertad puede convertirse en una ilusión.
Los algoritmos no reflejan lo que somos, sino que refuerzan lo que ya creemos, nos administran dosis de gratificación inmediata y moldean nuestras decisiones en función de intereses que nunca nos revelan. ¿Podemos seguir hablando de libertad cuando nuestro horizonte de conocimiento está diseñado para entretenernos y atraparnos, más que para expandir nuestra capacidad de elegir?
En tiempos de campaña electoral, que arranca oficialmente este 1.° de octubre, conviene preguntarse: ¿qué significa realmente ser libres en Costa Rica hoy?
Responder a esa pregunta no admite una sola frase ni una definición cerrada. La libertad tiene muchas capas: la filosofía la pensó como autonomía, la economía como igualdad de oportunidades, la sociología como cohesión, la religión como responsabilidad, y nuestra historia como instituciones y vida cotidiana.
Un concepto, muchas aristas
El filósofo británico Isaiah Berlin, una de las voces más influyentes del siglo XX, distinguió en su ensayo Dos conceptos de libertad (1958) entre libertad negativa –que nadie me impida actuar– y libertad positiva –tener realmente las condiciones para decidir con dignidad–.
Hannah Arendt, pensadora judía que huyó del nazismo y se exilió en Estados Unidos, escribió en La condición humana (1958) que la libertad no se reduce a la ausencia de cadenas: se realiza en lo público, en la capacidad de actuar y hablar con otros en un espacio compartido.
Desde otra mirada, Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, advirtió en El malestar en la cultura (1930) que la libertad nunca es absoluta, ni siquiera dentro de nosotros: nuestros miedos, deseos y la cultura que habitamos condicionan lo que creemos elegir. Esa dimensión pulsional –más visceral que racional– conecta de forma inquietante con la política actual, cada vez más gobernada por emociones y reacciones instintivas que por debate informado.
En economía, Adam Smith, considerado el padre del liberalismo clásico, planteó en La riqueza de las naciones (1776) que la libertad era emprender y comerciar sin trabas. Dos siglos después, el Nobel indio Amartya Sen, en Desarrollo y libertad (1999), amplió esa visión: la verdadera libertad no son derechos en papel, sino capacidades reales –educación, salud, oportunidades– para ejercerlos. Y más recientemente, el francés Thomas Piketty, uno de los economistas más leídos del siglo XXI, mostró en El capital en el siglo XXI (2013) cómo la desigualdad creciente amenaza la esencia misma de la libertad.
La sociología también aportó claves. Émile Durkheim, considerado uno de los padres fundadores de la disciplina, habló de la “anomia”: un vacío de normas que, lejos de liberar, desorienta y excluye, sobre todo en sociedades desiguales.
Las religiones, por su parte, recuerdan que la libertad no es un fin egoísta. En la tradición cristiana, es un don de Dios acompañado de responsabilidad frente al prójimo: no se es libre para dañar, sino para elegir el bien.
Nuestra historia
En Costa Rica, la libertad se ha tejido en tensiones entre lo formal y lo real. Juan Mora Fernández, primer jefe de Estado de Costa Rica (1824), entendió que la independencia debía sostenerse en instituciones, no en caudillos.
Décadas después, Joaquín García Monge, con su Repertorio Americano (1919–1958), abrió un espacio cultural donde la libertad no era un discurso vacío, sino un ejercicio crítico y plural.
Y mujeres como Emma Gamboa, que transformó la educación pública en los años 40, o Carmen Lyra, que desde la literatura social en los años 30 denunció desigualdades, recordaron que la libertad no puede quedarse en un derecho abstracto: debe sentirse en la escuela, en la calle, en la vida cotidiana.
El riesgo de la retórica vacía
Por eso preocupa cómo, en pleno siglo XXI, la palabra libertad ha quedado atrapada en la retórica vacía. En política se invoca como consigna, más para dividir que para proponer.
La libertad también se juega en cómo contamos lo que ocurre. Si los medios convierten la diferencia en un espectáculo de gritos y repiten solo lo evidente, pierden credibilidad y reducen el debate a ruido. En una democracia, el periodismo no puede limitarse a narrar: debe explicar lo que parece confuso, ordenar lo que parece caótico y revelar lo que poderosos y corruptos prefieren mantener oculto.
Sin un periodismo sólido, crítico y riguroso, pero también modernizado y capaz de resistir la tentación de lo fácil, gran parte de la democracia se tambalea.
Libertad en lo concreto
La libertad no puede ser una consigna de campaña ni un adorno constitucional. Es la práctica diaria de construir comunidad. Es reconocer al otro como legítimo, incluso cuando incomoda. Es aceptar que nadie tiene el monopolio de la verdad, y que en la diferencia está la riqueza de una democracia viva.
En Costa Rica hoy, ser libres significa algo muy concreto pero lejano para miles de personas: que las instituciones funcionen para garantizar educación, salud y trabajo digno; que la política deje de reducirse a eslóganes vacíos y se convierta en un debate real donde todas las voces cuenten, y que los ciudadanos asumamos nuestra parte, sin dejarnos arrastrar por el ruido, exigiendo cuentas, buscando información que nos rete y usando el voto con conciencia.
Y ahora que arranca la campaña electoral, esa responsabilidad es aún mayor. La libertad no se juega solo en la urna, pero tampoco puede separarse de lo que ahí decidimos. La forma en que escuchemos, discutamos y elijamos en estos meses determinará si la libertad en Costa Rica sigue siendo un lema de ocasión o una experiencia real de dignidad compartida.
Lo digital, la prueba decisiva
En nuestra época, como advierte el historiador israelí Yuval Noah Harari en 21 lecciones para el siglo XXI, la libertad dependerá de resistir la manipulación digital, de sostener el pensamiento crítico frente al ruido y de defender la autonomía de nuestras decisiones en un mundo que insiste en decidir por nosotros.
Pero no basta con señalar a políticos, medios o plataformas. Los ciudadanos también tenemos responsabilidad: la de ganarle al algoritmo. Buscar contenidos que no solo nos entretengan o confirmen lo que ya pensamos, sino que nos desafíen, nos incomoden y nos obliguen a contrastar nuestras ideas. Porque las grandes empresas tecnológicas priorizan narrativas impulsadas por fórmulas y motivaciones que no son transparentes, diseñadas para captar atención y generar ganancias, aunque empobrezcan el debate público.
Ejercer la libertad en el mundo digital exige un acto consciente: consumir distinto, buscar voces contrarias, exponernos a lo que no nos gusta. Solo así podremos reforzar o cuestionar nuestras convicciones, entender mejor el mundo y proponer nuevas maneras de vivir la libertad.
La libertad no se hereda ni se proclama: se ejerce. Y el reto, en esta campaña y en lo que venga después, es que en Costa Rica la vivamos como lo que debe ser: una experiencia real de dignidad compartida.
Antonio Jiménez es periodista especializado en contenidos multiplataforma. Antes de fundar y dirigir medios nativos digitales pioneros, trabajó en prensa escrita, radio y televisión.