
En los últimos años, desafortunadamente, nos hemos acostumbrado a convivir con un clima de confrontación permanente. Las diferencias de cualquier tipo, incluidas las políticas, que antes podían discutirse con intensidad e incluso con ironía, hoy parecen exigir lealtades absolutas y, por ello, silencios incómodos.
La polarización se ha ido instalando, poco a poco, sin darnos cuenta, como una forma cotidiana de relacionarnos, no solo en el debate público, sino también en los espacios más cercanos, donde antes la conversación fluía sin temor.
Este fenómeno –la polarización– no es un accidente. Es parte del tríptico que los autócratas contemporáneos manejan al dedillo: posverdad, polarización y populismo. La posverdad erosiona la noción de hechos; la polarización convierte la diferencia en amenaza, y el populismo ofrece relatos simples para problemas complejos.
Pero hay un efecto menos visible –y quizá más corrosivo– que emerge de esta combinación: el miedo. Miedo a hablar, miedo a disentir, miedo a quedar expuesto. Y, cuando este se instala, el silencio aparece como refugio.
Ese silencio se explica bien desde la teoría social a través de la llamada espiral del silencio: la tendencia a callar cuando se percibe –acertada o erróneamente– que la propia opinión es minoritaria, para evitar el aislamiento, el conflicto, el señalamiento o el castigo social.
A ello se suma el espejismo de la mayoría: la sensación, cuidadosamente construida desde el poder y amplificada por redes y discursos oficiales, de que “todo el mundo piensa igual” y de que disentir es quedar del lado equivocado. El sesgo de confirmación y el efecto de caja de resonancia de las redes sociales terminan por cerrar el círculo.
Al final, el resultado es un silencio temeroso: quien opina distinto prefiere guardarse sus pensamientos: no por convicción, sino por precaución. Más por miedo que por indiferencia. Un miedo provocado por un estilo de gobierno que ha hecho del señalamiento público, la descalificación sistemática y la confrontación permanente una forma habitual de ejercer el poder.
Lo tristemente peligroso es que el silencio se cuele a los espacios íntimos: en la mesa familiar, en la reunión de fin de año, en ese instante en que alguien decide callar no por prudencia, sino por temor. A eso aludía Jorge Vargas Cullell cuando advertía sobre la posibilidad de que esta vez no tengamos el “efecto tamal”: esa capacidad tan costarricense de discutir con pasión mientras se reparte el café, sin que el desacuerdo termine en una ruptura de la conversación ni en levantarse e irse.
Conversar alrededor de un tamal, un queque navideño o un vaso de rompope no es un gesto trivial. Es un acto cultural. Debemos propiciar un clima en el que se pueda reconocer que las diferencias existen, que pueden ser profundas e incómodas, pero que no tienen por qué anular el vínculo: cuando el miedo se impone, esos espacios se llenan de silencios tensos.
No se trata de relativizarlo todo ni de fingir consensos inexistentes. Tampoco de esconder convicciones para mantener una paz artificial. Yo mismo confieso que me resulta difícil conversar con quienes defienden el continuismo del proyecto político actual. Desde mi lógica, no encuentro una sola razón que lo justifique; una lógica que considero respaldada por hechos, datos y cifras. Aun así, reconozco que es la única posible, y aceptarlo no me debilita; me obliga a convivir con la diferencia sin convertir al otro en enemigo.
El problema se manifiesta cuando la polarización transforma al disenso en amenaza y al discrepante en sospechoso. Cuando dejamos de ver personas y empezamos a ver etiquetas. Cuando el miedo a “decir lo incorrecto” paraliza la conversación. Ese maniqueísmo no fortalece la democracia, sino que la erosiona, casi sin pensarlo, cuando inhibe la conversación íntima en familia o con amigos, solo por temor.
Confieso que, aunque mis opiniones circulan públicamente en este espacio, evito compartirlas en mis chats con amigos, colegas o estudiantes. Sé que muchos son afines al presidente, a su estandarte legislativo y, ahora, a una candidata presidencial designada a dedo, a pesar de la constante muestra de falta de idoneidad para ocupar el más alto cargo público. El continuismo se vuelve más sencillo cuando se controla la narrativa, como un ventrílocuo, que ya no necesita disimular quién habla.
Mi silencio es cautela, no autocensura. El clima actual no favorece el intercambio sereno, sino la descalificación rápida y el recelo permanente.
Nada de esto implica renunciar a la crítica ni bajar la guardia. Significa entender que resistir la polarización también es resistir el miedo. Es cuidar los vínculos en los que aún podemos hablarnos sin temor.
En tiempos de polarización inducida, sostener una conversación honesta es un acto de resistencia democrática. Escuchar sin caricaturizar, disentir sin deshumanizar, hablar aun cuando el silencio parezca más seguro. Tal vez no convenzamos a nadie. Tal vez sigamos pensando distinto. Pero si logramos que el miedo no se siente a la mesa, ya habremos defendido algo esencial.
juan.romero.zuniga@una.ac.cr
Juan José Romero Zúñiga es médico veterinario, epidemiólogo y académico investigador en la UNA y la UCR. Ha publicado múltiples artículos científicos en revistas internacionales.
