Después de un siglo XX tecnológicamente exitoso, pero incapaz, en la mayoría de los países, de dar resultados en términos de desarrollo humano generalizado, en la tercera década del siglo XXI pareciera que el mundo se está moldeando por la destructividad del populismo, el nacionalismo y los halcones guerreristas.
Estos males están amenazando a las sociedades tanto del norte rico como del sur global. Ya sea en África, América Latina, Estados Unidos o en el Reino Unido, el populismo electorero, con sus sentencias y promesas simplistas y endulzantes, ha seducido a muchos votantes a buscar atajos equivocados.
Mientras tanto, los problemas que requieren atención urgente, como la pobreza, la desigualdad y el calentamiento global, lejos de ser abordados, se han vuelto aún más amenazantes para la estabilidad social, la paz y la misma supervivencia humana.
En este contexto, la predisposición dentro de los países más influyentes del planeta, Estados Unidos y China, es de suma importancia. Nada positivo para la humanidad se apuntalará si no trabajan unidos para hacer frente a este tipo de desafíos.
Su producción conjunta representa más del 40 % del PIB mundial, sus logros tecnológicos están marcando el ritmo para el resto de la humanidad y sus tendencias culturales moldean el comportamiento de personas de todo el mundo.
Para un país como Costa Rica, ningún factor externo desempeña un papel más importante en la determinación de su futuro económico y social que la calidad de la relación entre China y los Estados Unidos.
Si estos dos países conciliaran sus diferencias, comerciarían más, crecerían más rápido y atenderían mejor las necesidades de sus habitantes menos privilegiados. Al mismo tiempo, en lugar de las visiones de suma cero en las relaciones internacionales y encares de guerra fría, se crearían posibilidades para enfrentar el cambio climático, la reducción de la pobreza mundial, la cooperación financiera solidaria y la inversión extranjera inclusiva.
Desafortunadamente, los juegos de suma cero parecen ser el rasgo definitorio de muchos políticos estadounidenses. Con una fehaciente contradicción en relación con lo que insistentemente ellos mismos denominan “el excepcionalismo estadounidense”, ven amenazas en lugar de oportunidades en el éxito económico y tecnológico de China.
Estiman que si China se desarrolla rápidamente Estados Unidos (EE. UU.) se empobrecerá, que si EE. UU. (y países como Costa Rica) no importan ni utilizan alta tecnología de China las empresas estadounidenses tendrán un mejor rendimiento, o que si cierran su mercado a China, un país con más de 1.400 millones de personas y muy competitivo en el resto del mundo, este país experimentará una crisis económica.
No hay duda de que si Nicaragua y Panamá fueran tan ricos como Bélgica y los Países Bajos, Costa Rica sería mucho más desarrollada, aunque hubiera implementado las mismas políticas que caracterizan su historia.
Aun hoy, si por algún milagro Nicaragua se convirtiera en un país altamente desarrollado la situación de Costa Rica mejoraría notablemente. En lugar de migrantes pobres recibiríamos capital, nuestras exportaciones serían mayores y la estabilidad política de Nicaragua haría esta parte del mundo más atractiva para el turismo y la inversión extranjera.
Por tanto, sería extremadamente tonto si, consumidos por los celos u otros sentimientos destructivos, nos molestara que Nicaragua floreciera. ¿Será simple tontera, celos o deseos de una guerra para fortalecer la industria armamentista lo que explica la agresiva actitud de esos políticos de Estados Unidos (y algunos de Europa) ante China, su vecino tecnológico y comercial en este mundo globalizado?
Quizá cuando para hacerse ricos los países necesitaban conquistar territorios lejanos, saquearlos y esclavizar a sus habitantes, los juegos de suma cero eran relevantes para determinar cuáles países tomaban la delantera y cuáles se quedaban atrás. Quizá cuando la superioridad militar —derivada de superioridad económica— terminaba en guerras, existían razones para impedir que otros países se hicieran ricos.
Pero EE. UU. no debería temer la prosperidad de China por esos motivos. Por razones históricas y culturales, China nunca aspiró a colonizar África, América, Oceanía u otras partes de la propia Asia.
Cuando las potencias europeas estaban apropiándose de esos continentes, China era el país más rico del planeta y tenía barcos sofisticados que también viajaban por los mares, pero en busca de oportunidades comerciales.
Más bien China ha sido víctima de la agresión extranjera en múltiples ocasiones. Los japoneses varias veces, los franceses, los británicos y los mongoles intentaron, y durante algunos períodos lo lograron, conquistar partes de China o, por medio de la fuerza, obligarla a firmar tratados desiguales.
Hoy día, China parece querer usar su alto grado de competitividad económica no para conquistar militarmente, sino para comerciar. China no parece querer convertirse en el policía del mundo, en máximo consejero y juez sobre la calidad de los sistemas políticos de otros países o en el superintendente supremo de las rutas comerciales.
No veo a China utilizando sus fuerzas navales para supervisar la libre navegación en el mar entre Cuba y los EE. UU. o estacionando buques militares, por ejemplo, en el Mediterráneo oriental cuando Israel y Gaza están en guerra o enviando armas a alguno de los contendientes. Por lo tanto, no existirían argumentos para querer obstruir la prosperidad económica de China a partir de temores militares.
El argumento sobre la ausencia de una democracia occidental liberal y la desprotección de los derechos humanos tampoco tendría credibilidad como justificación para enfrentar a China.
Desde el punto de vista liberal, China no es menos respetuosa de los derechos humanos que regímenes apoyados fuertemente por EE. UU., que no ha tenido reparos en mantener y fortalecer vínculos económicos, diplomáticos y militares con monarquías medievales dictatoriales, como la de Arabia Saudita, y ha instalado regímenes tiránicos y asesinos, como el de Pinochet en Chile.
La respuesta de Roosevelt, refiriéndose a un dictador muy conocido por los ticos (Somoza), cuando un consejero le dijo que era “un hijo de p...” (”pero lo apoyaremos porque es nuestro hijo de p...“), refleja la lógica y los valores detrás de buena parte de la política exterior de Estados Unidos.
Quizá casi todo gran poder se ha comportado de esa lamentable manera, pero entonces que no se pretenda ocupar el pináculo del respeto a la democracia y los derechos humanos para justificar los ataques a China.
Por otra parte, en términos de desarrollo social en el sur global, asunto sobre el que Washington, ya sea por temor a las migraciones o por sincera solidaridad, manifiesta preocupaciones, China es el país no para enfrentar sino del cual tomar lecciones.
En los últimos 40 años, China ha sacado de la pobreza a más de 700 millones de personas. Por tanto, si la estabilidad mundial y la paz requieren de una reducción masiva de la pobreza en África, América Latina y algunas partes de Asia, este país debe ser visto como un ejemplo y no como un peligroso adversario.
Soy optimista y creo vivir en un país optimista, un país “pura vida”. Tengo el anhelo de que aquellos líderes de países poderosos, que han sido fagocitados por una mentalidad equivocada y funesta de suma cero, evolucionen hacia la promoción de sinergias ganar ganar esperanzadoras para la humanidad.
El autor es economista.