BERLÍN– La gran expansión de la Unión Europea (UE) hacia el este en el 2004 fue un momento de esperanza y optimismo. Pero quince años después, las mitades oriental y occidental de Europa están más divididas cultural y políticamente que nunca.
Pese a la mayor prosperidad disfrutada por los países del este de Europa desde que se unieron a la UE, en términos normativos y materiales están cada vez más rezagados respecto de sus homólogos occidentales. Han experimentado emigración en masa, sobre todo, de gente joven. Y aunque las remesas de los que se fueron a trabajar a Europa occidental contribuyeron a una mejora de los niveles de vida en la región, la despoblación ha generado problemas propios.
La actual fractura este‑oeste era previsible. Cuando los Estados miembros de la UE comenzaron a discutir en serio una expansión hacia el este, primero en una cumbre celebrada en 1997 en Ámsterdam, y después en una reunión complementaria en Niza en el 2000, les costó enormemente entender la idea. En concreto, muchos delegados parecían incapaces de convencerse de que para integrar a los miembros nuevos y mantener la cohesión dentro del bloque era necesario adaptar las instituciones comunes y aumentar las transferencias financieras.
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Hoy, existe una forma similar de escepticismo, solo que afecta por igual a Estados miembros viejos y nuevos. Sin embargo, antes del 2004 una esperanza compartida en un futuro común europeo todavía impulsaba a la UE. En la década que siguió al final de la Guerra Fría, el este y el oeste se entusiasmaron con la unificación, confiados en que traería paz y prosperidad.
Esa firme convicción ha retrocedido ante dudas que surgen de desacuerdos fundamentales en relación con valores y cosmovisiones. Hoy, los europeos orientales se sienten ciudadanos de segunda clase y ven a los occidentales como custodios arrogantes y egoístas de sus propios estrechos intereses. En tanto, los europeos occidentales piensan que sus homólogos orientales deberían ser más agradecidos y mostrar más solidaridad, en particular en lo referido a aceptar migrantes y refugiados.
Más importante, los europeos occidentales ven con temor cómo los países del este tratan cada vez más el Estado de derecho y la separación de poderes no como pilares fundamentales del proyecto europeo, sino como caprichos institucionales de Occidente. No olvidemos que el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, sueña abiertamente con establecer una “democracia iliberal” en la que una mayoría pueda pisotear los derechos de las minorías. Peor aún, parece creer que el mayoritarismo autocrático puede servir de fundamento a la solidaridad europea. En esto está profundamente equivocado.
Las pertinaces ideas erradas de Orbán y de otros populistas como él en relación con la democracia (por no hablar de sus intentos de debilitar la independencia judicial y la prensa libre) son el centro de la nueva división este‑oeste. No se trata de tal o cual política, sino de un conflicto más profundo en torno a valores fundacionales. Resolver esta controversia normativa llevará mucho tiempo. El desafío para la UE es lograr un nuevo entendimiento mutuo, pero sin ceder un palmo en lo relacionado con la defensa de sus principios esenciales.
La UE no puede sobrevivir como proyecto nacionalista, porque el nacionalismo fue precisamente el impulso contra el cual fue creada. Quienes insisten en interpretar el proyecto europeo de otro modo siembran las semillas de su destrucción. En momentos en que el mundo atraviesa un desplazamiento geopolítico y económico hacia la región de Asia y el Pacífico, una ruptura de la unidad europea relegaría al continente a una posición marginal por muchas generaciones.
Felizmente, además del respeto compartido por los valores democráticos, la solidaridad europea también tiene un fundamento en la unidad comercial. Un resultado de la ampliación posterior a la Guerra Fría fue una importante creación de empleo en Europa del Este, gracias a la inversión extranjera directa de empresas europeas occidentales, sobre todo, de la industria automotriz. Además de fortalecer las condiciones económicas en los nuevos Estados miembros, estas inversiones permitieron el surgimiento de una industria automotriz europea supranacional, de la que el este y el oeste ahora dependen en igual medida.s
Esa industria tiene ahora ante sí un importante ajuste estructural para pasarse del contaminante motor de combustión interna al vehículo eléctrico. Los observadores externos podrían pensar que esa modernización es una iniciativa estrictamente occidental, y en particular alemana. Pero, en realidad, los cambios venideros afectarán a todo el mercado laboral europeo, y, sobre todo, en los Estados miembros orientales. Es un desafío compartido que demanda una solución en común. Si la dirigencia actual de Europa oriental no se da cuenta de eso, sus países pagarán un alto precio.
El desafío que enfrenta la industria automotriz europea es otra oportunidad para cerrar la línea divisoria este‑oeste. El esfuerzo colectivo necesario para sostener la ventaja competitiva de Europa en vehículos eléctricos, digitalización y otras áreas comerciales puede trascender y hacer irrelevantes los resentimientos y las sospechas de los últimos quince años, y poner a Europa otra vez en una senda a la prosperidad compartida. Hasta alguien tan ciego a los beneficios de la UE como Orbán debería poder verlo.
Joschka Fischer: exministro de asuntos exteriores y vicecanciller de Alemania entre 1998 y 2005, fue durante casi veinte años uno de los líderes del Partido Verde Alemán.
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