En la década de los cincuenta, empezaron a alzarse las voces para acabar con la invasión violenta de las tierras de los indígenas.
Se tomaron las primeras medidas legales de protección, pero solo en el papel. El despojo de las tierras y el maltrato continuaron, permitidos por las autoridades que dieron prioridad a los colonos por sobre la población originaria. Yo fui testigo de esos atropellos.
En 1976, mediante una ley, se redujo el tamaño de las reservas, se definieron límites y se garantizó la posesión inalienable para las comunidades indígenas, aunque fueron inscritas a nombre del ITCO como garante, que después se transformaría en el IDA.
Lamentablemente, tampoco pasó del papel. El IDA repartió las tierras entre sus partidarios políticos, creando así un ambiente de violencia con asesinatos cada vez más frecuentes.
Por una parte, los campesinos llevados a esas tierras, unos por el IDA y otros aprovechando la pasividad y tolerancia institucionales, sienten que sus intereses están siendo vulnerados.
Por otra, los indígenas o población originaria ya organizados reclaman con justa razón la legalidad y el derecho a la propiedad que les dan las leyes costarricenses.
Sus reclamos de justicia no se limitan a las instancias nacionales, de las cuales esperan poco, recurren cada vez con más fuerza a las vías de hecho y a los organismos internacionales para hacer valer sus derechos.
Según mi criterio, dada la deuda histórica con la población indígena, el desprecio, la connotación racista y los abusos cometidos por las instituciones agrarias, la fiscala general debe proceder a enjuiciar a los funcionarios que, a contrapelo del derecho de la propiedad y las leyes, distribuyeron tierras de las comunidades entre sus partidarios políticos.
¿No estamos en un régimen de derecho que nos protege a todos? ¿O es que la ley se hizo solo para “los de poncho” como dicen en Ecuador?
El autor es sociólogo.