No se trata de cavilaciones filosóficas de gran profundidad, ni necesariamente de debates a toda regla, sino, quizá, un comentario aislado por ahí, alguien que tira la piedra y esconde la mano, como para tantear el terreno y explorar qué piensan los demás, esos “demás” que son importantes para nosotros. Más de una vez, el tanteo termina mal, pues con guaro, las emociones suelen escalar rápido, sobre todo si andan por ahí aquel tío, hermano o primo de opiniones contundentes y mollera cerrada. Pero no es lo que prima.
A mí, el efecto tamal siempre me ha parecido una linda traducción de la democracia abstracta en algo muy concreto: la libertad de hablar de política en la intimidad con la gente que más uno quiere, sin temor a represalias –salvo, repito, en familias disfuncionales en las que la toxicidad mata toda posibilidad–. Y el resultado práctico de los tamales es que una parte del electorado llega con ideas más firmes sobre lo que quiere hacer con su voto en febrero.
Esta vez tengo dudas de si esta práctica se realizará tan plena como en ocasiones anteriores. Siento que, a menos que las familias estén matriculadas en determinado bando, en cuyo caso las habladas serán confirmatorias de lo que ya se cree, muchas personas tenderán a ser más reservadas. En un ambiente en el que los algoritmos de las redes sociales echan leña a la polarización y en la que, especial pero no exclusivamente, el oficialismo ha hecho de esta la principal táctica electoral, ¿para qué cuitearse en las fiestas familiares? Es capaz que alguien saca un “chopo” para zanjar la discusión.
Esa reserva podría originarse en un talante moderador y hasta astuto. El filósofo Constantino Láscaris perfiló a los (las) ticas así. Me temo, sin embargo, que hoy se cuelan otros elementos: el miedo, para empezar. En este caso, a rupturas familiares. O bien, el desinterés con la democracia. Ojalá esté equivocado y, en serio, todos tengamos felices fiestas, con tamal y buenas conversaciones.
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Jorge Vargas Cullell es sociólogo.