
El diagnóstico de mi admirado colega Rubén Hernández Valle sobre el colapso del Estado costarricense, publicado en este espacio (22/09/2025), parte de premisas correctas en lo descriptivo pero incompletas en lo estructural. Sugiere una salida que me parece ilusoria: una reforma integral a nuestro sistema de gobierno resolvería la parálisis actual.
Don Rubén abre recordando la frase de Rodrigo Facio sobre el “luiscatorcismo republicano” y subraya que, bajo aquel presidencialismo fuerte, se construyó el Estado social de derecho. Hay que tener cuidado con romantizar aquel modelo, como si la discrecionalidad presidencial fuera sinónimo de eficacia estatal.
La fortaleza de Costa Rica nunca vino de caudillos con poderes sin control. Nuestra estabilidad democrática se explica, más bien, por la construcción institucional posterior a 1949: la creación de instituciones autónomas, la contención de los excesos mediante contrapesos efectivos y la consolidación de una cultura política que privilegió la legalidad sobre el caudillismo personalista. Fue esa arquitectura democrática, y no el poder discrecional de presidentes fuertes, lo que cimentó la legitimidad del Estado costarricense.
En el contexto actual, esa reforma integral equivale a ordenar una cirugía mayor a un paciente en estado crítico, pero en manos de cirujanos inexpertos, ideologizados o francamente peligrosos. No hay peor receta que someter a cirugía a corazón abierto al Estado con bisturís mal empuñados: el riesgo de hemorragia institucional es demasiado alto.
Una constitución nueva, si esa fuera la receta implícita, no cambiaría nada mientras los operadores políticos sigan siendo los mismos y mientras las prácticas culturales permanezcan intactas. El Estado no es un electrodoméstico que pueda sustituirse por otro modelo más nuevo: es una construcción histórica, compleja y frágil, que requiere mantenimiento constante y, sobre todo, operadores capaces de conducirla. Se puede reescribir cada artículo de la Constitución, y aun así, si quienes la aplican permanecen atrapados en la lógica del cálculo electoral inmediato, de la cooptación gremial y de la ausencia de visión estratégica, el resultado será idéntico: parálisis.
La teoría del Estado nos enseña que las constituciones son marcos, no motores. El motor es la voluntad política y la capacidad de gobernar. Lo que se encuentra en crisis no es la norma suprema, sino la praxis que la habita. Y en la coyuntura actual, con operadores debilitados, con redes criminales permeando las instituciones, con un discurso de odio y polarización que sustituye al debate racional y relativiza toda institucionalidad, arriesgarnos a una cirugía de corazón abierto podría ser más letal que la enfermedad.
Don Rubén identifica como causas de la parálisis el exceso de controles y la hipertrofia normativa. En eso quizá tiene razón. Pero el verdadero déficit no está en el marco de control, sino en la falta de capacidad política para gobernar con ellos y a pesar de ellos. Los órganos fiscalizadores no son un obstáculo en sí mismos; son contrapesos propios de un constitucionalismo garantista. El problema es la ausencia de liderazgo capaz de articular proyectos de Estado que sobrevivan al control y lo transformen en legitimidad.
Yo sí creo en la necesidad de una reforma del Estado para disminuir su tamaño y aumentar su eficacia. Un aparato sobredimensionado y fragmentado termina por perder capacidad de acción. Pero a lo que me opongo es a que tácitamente se legitime la incapacidad política de hoy echándole la culpa a la estructura. La verdadera reforma del Estado no consiste en darles más poder a quienes ya demostraron su incapacidad, sino en reducir su tamaño para devolverle eficacia, y limitarlo para que el poder no se convierta en abuso.
El Estado no está colapsado; está mal gobernado, mal gestionado y tecnológicamente rezagado. Lo que necesitamos no es una refundación con bisturís mal empuñados, sino un proceso de reconstrucción disciplinada: planificación estratégica, dirección política responsable de la administración, y digitalización del aparato estatal. Lamentablemente, eso requiere tiempo.
En definitiva, el desafío no es refundar, sino reconstruir y adelgazar con inteligencia el Estado, desde adentro, con disciplina, tecnología y liderazgo. Lo que falta no es una nueva constitución, sino una clase política capaz de estar “a la altura de los tiempos”, como advertía Láscaris. Mientras eso no exista, cualquier intento de gran reforma será un laberinto de Creta: intrincado, sin salida conocida y con el riesgo de que el monstruo que acecha en su centro termine devorándonos.
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Mauricio París es abogado experto en Tecnología, Medios y Telecomunicaciones.