Un rasgo habitual de la diplomacia de las Cumbres en el hemisferio fue, al menos en las últimas dos décadas, la presencia de jefas de Estado. No obstante, y luego de que Michelle Bachelet concluyera su mandato en la presidencia chilena en marzo de este año, durante las ediciones más recientes de la Cumbre Iberoamericana (la XXVI en Guatemala) y de la Cumbre de las Américas (la VIII en Perú) la ausencia de mandatarias fue notoria.
Simbólicamente, poderosas, como suelen ser las fotografías oficiales de este tipo de actividades del más alto nivel, las capturadas durante ambas reuniones transmitieron un mensaje delicado. Me refiero al de que muy a pesar de los innegables avances en materia de participación política de las mujeres en la región, viejos y nuevos obstáculos han devenido en crecientes desafíos para que las mujeres alcancen y mantengan una presencia relevante en las más altas y más visibles posiciones del poder público.
En primer lugar, quienes hemos tenido el alto honor de desempeñarnos como jefas de Estado en países latinoamericanos sabemos de la desigualdad y la inequidad con que es juzgada nuestra gestión, vis a vis, con la de los hombres. No solo la gestión encabezada por una mujer es vista, por un número importante de personas en América Latina con una mirada de notoria sospecha, sino que la investigación especializada ha demostrado que, con notables excepciones, los partidos políticos nominan a menos mujeres a los cargos más altos de elección popular cuando la competencia es más cerrada, cuando se tiene la sensación de que la elección será definitoria para el futuro de la democracia, o bien, cuando los estereotipos de género están a tal grado enraizados en la cultura y la idiosincrasia que su nominación puede convertirse en una desventaja.
Al ya conocido y ampliamente denunciado reforzamiento de estereotipos de género mediante una narrativa sexista que, desde los medios de comunicación y otros espacios de opinión pública, nos atribuye valores y atributos considerados inapropiados para la actividad política, como una supuesta tendencia al sentimentalismo, la volubilidad, la primacía de las emociones o aun una alegada debilidad, como lo ha ilustrado el Proyecto de Monitoreo Global de Medios, debemos incorporar otros fenómenos como la violencia política contra las mujeres.
Imperceptible. Definida como la que comprende todas las acciones u omisiones que se dirigen a una mujer, por el solo hecho de serlo, con el objeto de menoscabar o anular sus derechos político-electorales, la violencia política ha llegado al grado de normalizarse e incluso invisibilizarse. En México, por ejemplo, el Observatorio Nacional Ciudadano denunció que, en la elección federal de este año se contabilizaron 18 asesinatos y decenas de agresiones contra mujeres candidatas a distintos cargos de elección popular. De ahí que se formulara un Protocolo para la Atención de la Violencia Política contra las Mujeres en razón de Género, un documento referencial de gran importancia para el resto de la región.
Desde luego, esto no significa que no haya avances sustanciales en los últimos años. En efecto, las medidas convencionales hasta ahora conocidas para incentivar y promover la participación política femenina en la región, esencialmente las leyes de cuotas de género, han probado ser eficaces para conformar Congresos esencialmente paritarios como en Bolivia, Costa Rica y México, así como otros más con un umbral alrededor del 40 % de participación de mujeres como Argentina, Ecuador y Nicaragua.
Sin duda, como lo reconoce un informe reciente de ONU Mujeres (Paridad de Género: política e instituciones. Hacia una democracia paritaria, 2017) un factor fundamental ha sido la inclusión de acciones afirmativas en las legislaciones de la vasta mayoría de los países latinoamericanos y caribeños, incluso obligando a los partidos políticos a establecer un porcentaje mínimo de mujeres candidatas.
No en balde, de acuerdo con información del Foro Económico Global, América Latina es ya la segunda región del mundo con mayor participación de mujeres en la política. Pero, aun así, como lo reconocen múltiples informes de la Unión Interparlamentaria, la presencia de mujeres tanto en la política local o subnacional como en los espacios más encumbrados de decisión a escala nacional, sigue siendo deficitaria.
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Más medidas. Es evidente, por lo tanto, que deberíamos comenzar ya a plantear una segunda generación de medidas, allende las cuotas y las acciones afirmativas, para garantizar una más efectiva participación de la mujer en la política. El primer salto al que asistimos en la materia fue, precisamente, el de generar las normas y los arreglos institucionales para promoverla, lo cual ha dado resultados positivos. El segundo peldaño debería concentrarse en efectuar una transformación de la cultura política que enaltezca virtudes y características asociadas al liderazgo femenino como la empatía, la integridad y la compasión, confronte directamente las visiones tradicionales y los estereotipos de género, que prevenga la violencia y cierre el paso a la impunidad y que destaque que la perspectiva de género es consustancial a una democracia vibrante y participativa.
Laura Chinchilla fue presidenta de la República del 2010 al 2014.