Cuando se acercan, o apenas han pasado, ciertos aniversarios personales, ingratos, que tienen que ver con lo que más tarde o más temprano a todos nos sucede, de manera que sedimentan en una experiencia común, ¿no es lícito hacer además que esta experiencia, en alguna medida, sea compartida?
Esta columna, ¿ha de limitarse siempre y todos los lunes a los áridos temas de la política, el derecho o a otros asuntos afines? O, por el contrario, ¿puede permitirse la licencia de recordar de vez en cuando, sin recato, que hay ciertos episodios en la vida de la gente que por lo general la convención prefiere reservar al fuero privado, a la intimidad de las personas o de las familias, pero que conviene mencionar, tal vez a modo de indisimulado consuelo?
Téngase presente que octubre es un mes en que, en mi caso, coinciden varios aniversarios de esos, irrepetibles o distantes. Así que me tomaré la libertad de seguir adelante, pero, como se verá, con palabras ajenas, que dicen mucho mejor que lo haría yo con las mías propias aquello a lo que quiero referirme: si tratara de emplear estas, tendría que callar: hay quien piensa, y es posible que sea cierto, que las grandes aflicciones son mudas.
Uno de estos aniversarios lo ilustra cabalmente el poema que Manuel Altolaguirre dedica a su madre muerta: «Hubiera preferido / ser huérfano en la muerte, / que me faltaras tú / allá, en lo misterioso, / no aquí, en lo conocido». Se ha dicho que en estos versos, que habrían podido ser alarmantes, hay algo parecido al sosiego.
Otro puedo explicarlo con los versos de Jorge Luis Borges: «¿En qué hondonada esconderé mi alma / para que no vea tu ausencia / que como un sol terrible, sin ocaso, / brilla definitiva y despiadada?». Leyéndolos, una y otra vez, la certeza de lo irreversible, de lo que no tiene remedio ni fin, me causa exasperación y asfixia.
En fin, termino con César Vallejo, que vuelve cada tanto a la muerte de su hermano Miguel, ocurrida en agosto de 1915. Lo recuerda de niño, cuando ambos jugaban al escondite, en una poesía que rompe el tiempo, límite de nuestro ser material: «Miguel, tú te escondiste / una noche de agosto, al alborear; /pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste. / Y tu gemelo corazón de esas tardes / extintas se ha aburrido de no encontrarte. / Y ya cae sombra en el alma».
El autor es exmagistrado.