
Tal parece que hemos normalizado habitar en una vida secuestrada. No por un agente externo, sino por una idea: la de que ser “normales” no es suficiente. Hemos aceptado una normalidad, para mi gusto, anormal, que nos exige ser perpetuamente productivos, positivos e hiperconectados. Esta obsesión nos ha robado lo más fundamental: nuestra simple normalidad humana. Vivimos bajo un hechizo colectivo que nos susurra que “ser normal” es poco, que lo ordinario es casi un insulto.
En mis horas acompañando a profesionales, veo esta carrera frenética por el desempeño. “Estar a tope” es tan normal que resistirse es ser visto como un bicho raro. Nos hemos vuelto esclavos de agendas que no perdonan, de la comparación y de la hiperconectividad que nos pone en una arena digital en la que solo vemos las versiones “extraordinarias” de los demás, alimentando nuestra propia sensación de insuficiencia y la necesidad de seguir corriendo en esa rueda del hámster profesional que mencionaba en mi artículo anterior.
A diario veo a personas brillantes agotadas, no por falta de capacidad, sino por un exceso de autoexigencia, capturadas por una definición de éxito que no admite pausas. El resultado es una epidemia de cansancio, un auténtico burnout existencial. Estamos tan ocupados siendo nuestro avatar profesional que hemos olvidado cómo, simplemente, estar en el mundo.
Ser normal está bien
Conozco ese estado. ¡Toqué fondo! Y, en ese pozo, dos reflexiones me forzaron a hacer un reset: la primera me hizo buscar mi “ordinariez”, un término inspirado por el Dr. Ronald Siegel. Su libro, El extraordinario don de ser normal, confronta nuestra incómoda obsesión por la excepcionalidad. Esta neurosis moderna nos mantiene enfermos, esclavos de la autoevaluación y la comparación. Pasamos los días midiéndonos contra estándares imposibles, amplificados por el eco de las redes sociales. El aporte de Siegel fue un bálsamo liberador para mí: es perfectamente normal no sentirse extraordinario todo el tiempo. Yo solo deseaba volver a ser “ordinaria”, feliz y saludable. El don de ser normal es encontrar alivio en lo “suficiente”.
La segunda reflexión era más que urgente: ¿es posible ser humanos normales en un mundo que no para? La respuesta más provocadora vino del filósofo Byung-Chul Han. Han, merecido premio princesa de Asturias 2025, nos dio el antídoto para la sociedad del cansancio. No es más tecnología ni más mindfulness para producir más. Es una invitación disruptiva e incómoda: “Necesitamos más fiesta y más siesta”. ¿Suena trivial? Es un manifiesto profundo como respuesta radical contra nuestra autoexplotación.
“Más siesta” es el poder del “no-hacer”. Es el derecho a la inactividad, a esa pausa contemplativa que la sociedad del rendimiento odia porque la ve como tiempo perdido. La siesta es un acto de soberanía. Es gritarle al sistema: “¡Mi valor no reside en mi productividad!”. Es una salida a la hiperconectividad, el permiso para desconectarse del flujo incesante y, por fin, simplemente ser. Es en esa pausa, por cierto, donde la creatividad y la introspección ocurren.
“Más fiesta” es el antídoto a la tiranía del yo. La sociedad del rendimiento nos aísla y nos pone a competir como “emprendedores de nosotros mismos”. La fiesta es comunal, es el ritual, el “nosotros”. Es el espacio sagrado donde no producimos, sino que conectamos. Es el eros (amor, conexión) venciendo al logos (rendimiento). Es “tiempo inútil” para la agenda, pero absolutamente esencial para el alma. Significa entender que la vida no es un proyecto que gestionar, sino una experiencia que compartir.
La “normalidad” que nos vendieron –la del hustle (ajetreo) y la optimización– es una miopía que nos ha costado la paz. ¿Qué está en nuestro poder para resistir esta normalidad tan anormal?
- Aceptar nuestra “normalidad”. Es darnos permiso para decir “estoy cansado” y que eso no sea un fracaso, sino un dato. Su valor no fluctúa con su productividad diaria.
- Resistir es practicar la “siesta”. Defienda sus pausas como si fueran la reunión más importante del día. El derecho a desconectar no se lo van a dar; tiene que tomarlo.
- Resistir es buscar la “fiesta”. Priorice la conexión humana real sobre la conectividad digital. Invierta en rituales de goce compartido.
- Resistir es decir “no”. Cada “no” consciente a una demanda externa es un “sí” rotundo a su florecimiento.
- Lo reto a que mire su agenda, esa herramienta que se ha vuelto su amo. ¿Dónde está el espacio para la “siesta”?, ¿dónde, el de la “fiesta”?
Dejemos de aspirar a la agotadora normalidad de ser superhéroes productivos. Abracemos la revolucionaria y sanadora normalidad de ser, simplemente, humanos. Es la hora de menos scroll y más pausa. Menos optimización y más conexión.
Es la hora de la “fiesta”. Y, definitivamente, es la hora de la “siesta”.
bmartinez@organizacionespositivas.org
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Betsy Martínez Montero es promotora e investigadora del florecimiento humano y organizacional. Especialista en Psicología Positiva y en transformación de culturas y organizaciones. Es fundadora del Instituto de las Organizaciones Positivas y docente en programas de Liderazgo, Bienestar y Coaching.