Los católicos celebramos el Adviento como preparación para la Navidad. Durante cuatro semanas, resuenan dos nombres constantemente: Juan el Bautista y María de Nazaret. Dos judíos, muy distintos entre ellos, pero con rasgos tan particulares y fuertes en los textos del Nuevo Testamento que no dejan de impactar y suscitar reflexiones continuamente.
El primero, hijo de un sacerdote, cuyo nacimiento fue anunciado por un ángel durante la ofrenda del incienso en el templo de Jerusalén, no ejerció el sacerdocio hereditario, a pesar de ser el primogénito de la familia.
Fue al desierto, al otro lado del Jordán, posiblemente como un gesto de repudio a una situación religiosa, corrupta por intereses y oportunismos políticos, para convertirse después en el predicador de la conversión para acoger la salvación de Dios. Una persona de temperamento fuerte y unas palabras incendiarias, pero llenas de realismo.
La sociedad necesitaba cambiar y, por ello, el fuego purificador de Dios tenía que ser aplacado con el agua del bautismo a fin de que la limpieza de la conciencia no llevara al declive definitivo de la sociedad.
De María, simple aldeana de un remoto poblado, seguramente marcado por la rutina cotidiana del campo y la piedad judías, no sabemos gran cosa de su vida anterior al anuncio del nacimiento de Jesús, lo que no deja de ser intrigante.
Ella no hizo un gesto radical como Juan, si bien los Evangelios nos hacen ver que no era una mujer ingenua. En la simplicidad de su vida, conocía las Escrituras y sabía cómo Dios actuaba según las tradiciones de Israel. Lucas nos presenta un retrato de ella: persona que no teme preguntar al ángel cómo sucederá lo que está por venir, que asume la responsabilidad de concebir emanada de su servicio a Dios —a pesar que su vida podía correr peligro, como lo cuenta Mateo— y que, al saber del estado de gravidez de su pariente Isabel, se levanta y camina a las montañas de Judea.
Estas decisiones de María están enmarcadas en un tiempo concreto: durante la última parte del reinado de Herodes el Grande. Era un tiempo difícil para Judea, porque su rey sufría de ataques de pánico y ansiedad, en todas partes veía enemigos que tramaban su caída. Casi por cumplir cuarenta años en el poder, su presencia represora se hacía sentir en la violencia y las sospechas.
Aun así, Lucas nos cuenta que aquella muchacha de Nazaret se levantó y se puso en camino. No se trata de simples descripciones de un viaje, el lenguaje del texto está lleno de alusiones veterotestamentarias. Levantarse implica enfrentar la sumisión, porque se reconoce una esperanza de vida que induce a la acción. Ponerse en camino recuerda la salida de los esclavos de Egipto, movidos por la promesa divina de una tierra nueva.
Símbolos en los actos de María
Si nos percatamos, el relato es atrevido. María sabe que en su seno lleva al auténtico rey, descendiente de David, no tiene miedo a las represalias y se acerca a Jerusalén, donde se encuentran dialécticamente los poderes políticos y religiosos, entre variados intereses que asumen la forman de conflictos o búsqueda de dádivas.
Como siempre, Jerusalén era más un símbolo que otra cosa y, por ello, una cantera de contradicciones, disfrazadas con las más variadas ropas: desde el púrpura imperial hasta el lino sacerdotal, pero que en el fondo representaban el egoísmo que sometía a otros para ganar, en cambio, algo para sí.
El famoso cántico del Magníficat, que en labios de María se dirige a Isabel, es un himno a la esperanza, para que ninguno se deje enturbiar el corazón con la mentira obtusa del poder violento. María canta que Dios ha visto su humillación, que es la de todo el pueblo excluido por los poderosos en la forja del futuro.
Y, conociendo esa situación, comienza a actuar grandes cosas, que destronan a los arrogantes de corazón y sedientos de poder. Dios se hace cargo de su pueblo, alimentándolo y nutriéndolo con la esperanza. Por eso, vale la pena levantarse y caminar en las vías del servicio desinteresado, del amor solidario, de la piedad sincera y de la alegría de sabernos protagonistas en la construcción de una historia nueva, llevados de la mano por Dios.
Está por nacer la salvación, Dios con nosotros. El profeta y el Cristo, dentro del vientre, se encuentran por primera vez como signo de la debilidad de Dios, que es más fuerte que la potencia de los hombres.
Devota de María
Nunca se sabe cuándo las vueltas de la vida lo hacen a uno encontrarse con una amistad verdadera. Conocí al matrimonio Quirós Fournier frente a nuestro convento en el Colegio Saint Francis de Moravia, cuando volvíamos con los alumnos de una semana de servicio social en Pavón de Golfito.
Su hijo me los presentó. Algunos días después fui invitado a su casa. Comencé a ser amigo de una familia hermosa y ruidosa: sus muchos hijos y ya los nietos que corrían de un lugar a otro hablaban de un hogar cimentado en la personalidad y en la fe de Orlando y Ani. Orlando nos dejó hace ya un tiempo, de él escribí también unas líneas en este periódico, el 22 de diciembre nos dejó Ani.
De ella me impresionó su fe simple y su devoción a María. Era una persona muy normal, alegre, realista —como buena madre de muchos hijos— y entregada. Desde hacía años, cuidaba con esmero a su propia mamá, que ya no podía levantarse de la cama a causa de una parálisis. Fueron años de paciencia y sacrificios, de renuncias y esfuerzos, pero cuando se entraba a hablar con doña Clara, acostada en su lecho, y estaba presente Ani, siempre había risas y bromas. Orlando se unía a todo con sagaz ironía, pero con cariño entrañable.
La muerte de doña Clara fue dura, pero en Ani se veía la satisfacción de una mujer realizada en todos sentidos. Su jovialidad la hacía ver más joven de lo que era en realidad, pero sobre todas las cosas, la simplicidad de su fe, signada por el realismo y por el coraje de enfrentar la vida tal y como es, dejaban una profunda huella en el corazón.
Ani se parecía mucho a la muchacha de Nazaret que se levantó con el corazón henchido de esperanza en un mundo marcado por innumerables desafíos para hacer lo que se tenía que hacer: servir con humildad para que la vida tuviera sentido; contemplar el paso de Dios en la historia para nutrir a otros de la caridad necesaria para ver más allá de los conflictos y guerras; no tener miedo de vivir para suscitar el coraje de la aventura que nace de un corazón enamorado de la existencia.
Paralelismo entre María y Ani
Juan el Bautista y María eran muy diferentes, como Orlando y Ani. Los dos primeros eran personas que se dirigían a la gente, a la multitud, para ofrecer guía. María y Ani eran amas de casa que, por ningún motivo, se pueden calificar de subyugadas por el orden patriarcal. Muy por el contrario, la libertad interior que nace de la fe es inquebrantable.
Estas dos mujeres se enfrentaron al mundo, cada una en su momento, para moldear con el barro de sus capacidades un lugar para acoger a Dios. Sus casas se convirtieron en un palacio donde vivía el rey de la vida y de la historia, pero ahí, entre su gente, sin aspavientos, sin ridículas poses de espectáculo, ni fingimientos dirigidos a obtener ganancias.
María, caminando hacia las montañas de Judea, sabía que su hijo no le pertenecía; era para todos; era consuelo para tanta de aflicción. En Jesús se manifestaría la humanidad plena, henchida de divinidad y, por eso, humildemente libre.
Ani dio a luz muchos hijos, sabía que no eran para ella, los formó en la fe, les abrió los ojos para que brillara en ellos la sinceridad del corazón y la consciencia de que son parte de un mundo más grande. Cada uno con su personalidad y cualidades, debería aportar a nuestra sociedad un grano de arena que nos hiciera mejores, a pesar de nuestros errores.
Navidad es un regalo del cielo, es lo que los creyentes celebramos. Pero es un regalo que se nos ofrece para cuidarlo y hacerlo crecer. María de Nazaret lo hizo desde lo escondido y simple de todos los días. Ani siguió los pasos de su Madre celestial, asumiendo para ella el reto de existir para los demás y para compartir el fruto de sus entrañas con la historia.
La vamos a extrañar, así como extrañamos a Orlando. Pero sabemos que el legado que nos heredaron estos hermanos nuestros ha sido también un regalo del cielo.
El autor es franciscano conventual.