El desarrollo, en general, y la superación de la pobreza, en particular, dependen de nuestra visión de la realidad. Visión que subordina, en la práctica, las decisiones políticas, la configuración y los resultados de los programas y proyectos.
El análisis de esta visión, dejado de lado en las discusiones cotidianas centradas en lo detalles y costos de los programas y proyectos, arroja una nueva luz sobre el éxito o la limitación de tales políticas.
A manera de modelos simplificados, o modelos ideales de Max Weber, para facilitar el análisis, veamos dos formas que tienden a prevalecer en la visión de los políticos, fuera de los discursos formales.
Una es que se concibe el desarrollo como resultado de las decisiones de los inversionistas externos o internos, donde el Estado debe limitarse a darles facilidades para su operación y estimular la que genera encadenamientos y desarrollo local y regional.
Puede citarse como ejemplo la atracción de inversiones mediante estímulos como infraestructura y exenciones fiscales, sin más requisito que instalarse y hacer la inversión, como en el caso de Intel.
La industria turística fue beneficiada, en su etapa inicial, en los años noventa, con estímulos fiscales. Las que encadenaron su actividad crearon empleos y una cultura local; modelos de esto son el hotel Punta Islita y comunidades como La Fortuna de San Carlos y Puerto Viejo de Limón. Pero también se les dieron a casinos y otras actividades desintegradoras del tejido social e incubadoras de delincuencia.
La otra visión es la israelí, país donde se otorgan las mismas facilidades, pero con la condición de encadenar a mediano plazo la actividad con la economía local.
En cuanto a la política social, aparte de educación, salud y programas de asistencia para quienes no pueden valerse por sí mismos, la pobreza es considerada un problema individual de “perdedores”, de personas sin iniciativa que requieren atención del Estado para mitigar e impedir que crezca un descontento que amenace la estabilidad política. La promoción, cuando existe, debe realizarse en las personas, en programas dirigidos por funcionarios.
Esa forma de pensar soslaya que la pobreza se deriva de la falta de acceso a la propiedad y a las oportunidades de capacitación organizacional y técnica, y de una educación adecuada a la época.
Los pobres que están bien de salud y en edad productiva pueden, si lo desean, integrarse a procesos de capacitación organizacional que los habilite para participar, directa o indirectamente, como protagonistas de su propio desarrollo.
Ejemplo de lo primero es la política social en nuestro país. Antes de la pandemia, la pobreza estaba estancada en el 20% desde el año 2000. En contraste, en Uruguay, en el mismo período, del 20% bajó al 7%, gracias a un sistema descentralizado y con evaluaciones en el que participaban las comunidades.
En otras palabras, la función del Estado no es el de un interventor que resuelve a través de la burocracia los problemas públicos, sino de un canalizador y promotor de la energía de las empresas y comunidades en la resolución. Un potenciador de nuestras capacidades.
La visión de algunos políticos y las exigencias de las redes de poder clientelistas condicionan el diseño y los resultados de las políticas públicas. Este es el problema que debe ser discutido a fondo: o un Estado que estimula la incorporación de las comunidades y fuerzas sociales al desarrollo, que promueve sus capacidades organizacionales y técnicas, o un Estado burocrático que alimenta las redes de poder clientelistas.
El autor es sociólogo.
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Los pobres que están bien de salud y en edad productiva pueden, si lo desean, integrarse a procesos de capacitación organizacional que los habilite para participar como protagonistas de su propio desarrollo. (Shutterstock)