Vivimos hoy, en diversas regiones del mundo, una ola de retroceso en materia de defensa de los derechos humanos, respeto a las instituciones y la democracia, espíritu de solidaridad y conciencia climática, entre otras dimensiones.
Tales tendencias ideológicas globales, asociadas fundamentalmente a los partidos radicales de extrema derecha, tienen su expresión en distintos ámbitos de la vida en sociedad: atacan a la ciencia y a las instituciones productoras de conocimiento o encargadas de la justicia, a las prácticas democráticas, a la prensa independiente, y a los avances en materia ambiental, en salud y también en educación.
Toda práctica social que promueva la conciencia de derechos, la crítica y el acceso al conocimiento liberador —a la verdad de los hechos— es atacada con ferocidad. Se niega la información que cuestione la desenfrenada acumulación de riqueza en beneficio de muy pocos y a costa de los recursos del planeta, y también aquella que ponga en riesgo las bases de una sociedad machista y desigual. Eso explica su implacable arremetida a valientes avances en el campo social, político, ambiental, sanitario y educativo.
En este último ámbito, y en un afán desesperado por perpetuar los privilegios de esa sociedad sexista y violenta, los programas para la afectividad y sexualidad integral se convierten en blanco privilegiado de sus ataques.
En tal embestida, estos movimientos no dudan en confundir, faltar a la verdad y tergiversar los hechos, movilizando prejuicios y temores. Y en esos esfuerzos, los discursos de odio y de miedo son particularmente rentables. Es más fácil manipular desde el enojo, el desprecio y el temor, y más difícil lograrlo desde el amor y la comprensión. Más sencillo provocar una adhesión ciega y sin crítica cuando se construyen enemigos imaginarios y se atiza el rencor, que cuando se promueve la convivencia y el respeto a las diferencias. Esta conducta tiene la ventaja, como han afirmado calificados analistas, de distraer a la población de los temas de fondo, cuya discusión llevaría a una exigencia de rendición de cuentas de quienes más invierten en destruir y en señalar a otros, que en atender los grandes problemas de la población que los eligió.
El retorcimiento de los argumentos es otra característica de esta posición ideológica radical. Aludiendo a principios compartidos —como el que señala que todos somos iguales en derechos y dignidad— niegan una realidad en la que tal igualdad y dignidad no se respeta ni se asegura para muchas personas: las mujeres y las poblaciones en condición de vulnerabilidad, como la comunidad LGBT, la población indígena y afrodescendiente.
Negar el sexismo, la homofobia y el racismo, y atacar las acciones para promover la igualdad y la inclusión, además de ser inhumano e insensible ante el dolor de muchos estudiantes y sus familias, constituye otra estrategia para asegurarse que nadie cambie y se perpetúen las estructuras de dominación, sujeción y desigualdad. De ahí la importancia del protocolo de atención del bullying contra la población LGBT y la lucha frontal contra toda forma de discriminación en las aulas.
Muy tristemente, las últimas decisiones que se han anunciado en Costa Rica evidencian retrocesos que la acercan a esas peligrosas y destructivas tendencias globales. Pierde paulatinamente el país el honroso lugar que con esfuerzo había construido gracias a su sólida democracia, su respeto a las libertades, sus pioneras y lúcidas decisiones en el campo de la salud y la protección del ambiente, su defensa de los derechos humanos y sus avances en educación.

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Afectividad y sexualidad integral
Cuando en el 2014 asumimos la conducción del MEP, nos propusimos —en el marco del programa de gobierno— concretar cambios relevantes, pero igualmente proteger y fortalecer avances del sistema educativo que debían convertirse en componentes de una política de Estado. Avances que el Consejo Superior de Educación estaba llamado a salvaguardar, más allá de los vaivenes políticos. La educación para la afectividad y sexualidad integral —que educa en la corresponsabilidad y por el derecho a una sexualidad sin violencia— es uno de ellos.
Propusimos la rigurosa evaluación de los programas aprobados en el 2012, los actualizamos y formulamos uno nuevo para estudiantes de educación diversificada. Con esto no solo se amplió significativamente el impacto y se llenó un importante vacío, sino que se creó una asignatura específica en esta materia —ya no solo un programa vinculado a Ciencias—, impartida por profesores de psicología.
Su elaboración fue un proceso serio que incluyó consultas a la comunidad educativa, personas expertas, colegios profesionales y la academia; se apegó a sólidos principios pedagógicos y a recomendaciones de organismos internacionales como la Unicef, la Unesco y la OMS.
Tales programas han sido evaluados por entidades independientes, y han jugado —junto a otras importantes decisiones nacionales— un papel crucial en la disminución del embarazo adolescente que trunca los sueños de muchos jóvenes. Su implementación reduce el riesgo de que las personas menores de edad se conviertan en víctimas de violencia, de abuso, de relaciones impropias y desiguales. Gracias al énfasis en la responsabilidad, el autocuidado y el respeto a los derechos de los demás, favorecen el retraso en el inicio de las relaciones sexuales y la valoración de la dimensión afectiva ligada a la vida sexual.
Hoy que Costa Rica vive un alarmante crecimiento de la violencia hacia las mujeres, siendo el femicidio su extrema expresión, los tiempos no solo llaman a atender esta emergencia, sino más bien a reforzar los espacios de prevención de tales conductas: los programas de afectividad y sexualidad son uno de ellos.
Nuestras decisiones en el campo de la renovación curricular no fueron un hecho aislado: se acompañaron de medidas contundentes de lucha contra la discriminación por orientación sexual y contra el hostigamiento sexual en el empleo y la docencia, en el marco de una política de cero tolerancia a estas faltas. Y al tomar esas decisiones como autoridad educativa, nunca permitimos la indebida presión externa de entidades interesadas —por sus sesgos ideológicos, su afán en mantener privilegios y hasta por sus fines político-electorales— que nos alejaran de nuestro deber superior de velar, por encima de cualquier otro objetivo, por el bienestar de nuestros niños y adolescentes.
El papel de las familias
Junto al papel central de las familias, que siempre respetamos y defendimos, el Estado tiene que ser garante del derecho a la educación sexual integral. Esto es particularmente relevante puesto que, como lo muestran estudios en diversos países, porcentajes significativos de jóvenes afirman nunca haber abordado con sus padres temas relativos a la sexualidad. Una realidad que hemos constatado a lo largo de nuestra experiencia educativa. Enfrentar a las familias y al Estado en este tema es una falsa dicotomía.
Por todo ello, la eliminación de los programas de afectividad y sexualidad constituye un gravísimo retroceso en materia educativa y de derechos de los estudiantes. No basta con invocar un supuesto programa de educación para la paz y la convivencia, que no solo no lo reemplaza, sino que contradictoriamente se anuncia en el contexto de un discurso de rencor, ataques y falsedades que en nada ejemplifica esos valores.
La verdadera construcción de una cultura de paz pasa por la lucha contra la violencia y la desigualdad, por la sensibilidad ante el dolor que viven en las aulas las poblaciones vulnerables expuestas al bullying y los prejuicios, por el ataque frontal y sin concesiones al abuso sexual hacia las personas menores de edad y la violencia hacia las mujeres.
Como educadores, no podemos dejar solos a nuestros niños y jóvenes. Es éticamente reprochable y humanamente inaceptable.
La autora es exministra de Educación Pública y exembajadora en Francia.