Entre ilustrados, liberales y anarquistas, la historia de la libertad en Costa Rica está aún por escribirse. Mientras tanto, permítanme algunas anotaciones al respecto.
Que la libertad ha sido en nuestro país un valor fundamental porque está en su base, está fuera de duda; aunque algunos, obnubilados por siete décadas ya de preponderancia estatista, lo ignoren; sea esto por candidez ciudadana, interés politiquero o ceguera ideológica. Porque es una innegable realidad histórica que la libertad está presente como construcción social en Costa Rica desde sus muy modestos orígenes, allá en la colonia española.
Los “enmontañados”. Así, tras dos siglos de crear riqueza por su propio esfuerzo y libres de casi cualquier arbitrariedad clerical y monárquica, los pequeños propietarios campesinos, blancos y mestizos, se resistieron a la creación impuesta de las “villas nuevas”, allá en el siglo XVIII.
No en balde fue, vía autoritaria, que debieron crearse, entonces, San José, Alajuela y Escazú. Esas viejas poblaciones que, pasado el tiempo y desde su cabildo, devinieron todas fieras defensoras de su autodeterminación. Ese es el origen de lo que, a mi juicio, podemos llamar “el amor a la libertad del costarricense”.
Por eso, no es casual que llegado el siglo XIX la primera voz a la cual se escuchó hablar de independencia total en Centroamérica fue la de un “costarrica”, en 1808: la del llamado “ciudadano Pablo”, olvidado prócer que probó por ello las cárceles virreinales. Tampoco lo es que la primera vez que el Imperio español –si no el mundo entero–, escuchó hablar de la libertad para los negros, fuera en boca de un compatriota nuestro en las Cortes de Cádiz, hacia 1813: Florencio Castillo. Como Pablo Alvarado, Castillo era un consecuente ilustrado.
Otro problema. En 1821, tras la noticia de la independencia, el problema en el terruño, sin embargo, era otro: ¿Cómo hacer de aquel espíritu anarcomontañés del campesino criollo tierra fértil para la creación de una verdadera ciudadanía? Tarea urbana, aquella habría de ser iniciada desde San José por un maestro de escuela, Juan Mora Fernández, otro ilustrado y primer jefe de Estado. Su fórmula, la educación popular, una que empezara por la libre circulación de las ideas, así fueran estas manuscritas, por carecer de imprenta. Con ese artificio, que él mismo inspiró traer, empezó aquí el régimen de opinión pública y libertad de expresión del que hoy nos enorgullecemos. Mora Fernández es padre de la patria por eso.
La educación pues, modo de civilizar al rústico, fue desde entonces preocupación esencial de nuestros gobernantes. Ya con la creación de la República, en 1848, vendría el llamado modelo agroexportador simple a financiarla: era el café convertido en oro, por medio de la alquimia londinense del libre mercado, impulsando el progreso ciudadano de aquella novísima y pacífica nación, en medio de una Centroamérica perennemente en guerra.
Utopía en libertad. República nueva, pacífica y libre: ¿Cómo fue posible esa utopía? Hay quien ha anotado que fue porque los europeos ideales de libertad y republicanismo, de ilustrados primero y liberales después, coincidían en íntima esencia con el dicho espíritu ácrata de nuestros campesinos criollos, que eran la mayoría. Todo parece indicar que lleva razón quien lo dijo. Lo que no se ha dicho, en cambio, es que fue la educación la que jugó el papel de gozne entre aquel sentimiento transnacional y estos ideales locales: una vez más, alquimia pura.
Así, a lo largo de toda nuestra historia republicana –de 1848 a 1948–, fue la educación eje de las preocupaciones cívicas. No es que después, claro está, se haya dejado la instrucción básica de lado; pero con la posguerra civil las cosas cambiaron y las ideas desarrollistas del socialestatismo –aquí travestido de socialdemocracia– dieron al traste con el pausado ritmo orgánico del desarrollo republicano; mientras, en su furor adánico, algunos elevaron al Estado a factótum de nuestra institucionalidad y vida en libertad.
Nada más alejado de la historia y de la realidad, como venimos viendo, pero las consecuencias de eso, aunque sabidas, no siempre han sido bien analizadas. Pues al masificar la educación en la manera como lo hizo, horizontalmente, el llamado Estado benefactor rompió el rasero de la cívica formación y dio pie a una ciudadanía plana que, en su fuero intimo, guarda intacto el espíritu ancestral del peón y del jornalero antañón –entre agraviado y agradecido– para el cual si ayer el gamonal lo era todo, hoy el Estado es su viva encarnación. Así, si “el peor sueldo es el que no se gana”, además, “el Estado es el mejor patrón”, ¿lo han escuchado?, ¿no? Es el origen de lo que, a mi juicio, podemos llamar, en contrapartida, “el miedo a la libertad del costarricense”.
Porque, mientras tanto las libertades civiles se conservaron casi intactas en la “modernizada” Costa Rica, las libertades económicas, en cambio, se resintieron de un Estado que simulaba economías de escala con un crecimiento institucional y burocrático desmesurado y de índole clientelista, que retrotrajo el espíritu emprendedor de nuestra población llana a una posición subordinada y por demás corruptible; situación en la cual el libre juego de la oferta y la demanda se convirtió en un capitalismo de pacotilla, de selectivo amiguismo y arbitrariedad politiquera, al amparo de la útil estatización bancaria.
La libertad dividida. Eso fue lo que se llamó, desde la década de 1950, el régimen de la “libertad dividida”; división entre lo cívico y lo económico que dio origen, en su momento, a la Asociación Nacional de Fomento Económico (ANFE). No obstante, hoy los objetivos economicistas de la ANFE han sido sobrepasados, pues, con el transcurrir del último medio siglo, está claro que los objetivos de la libertad en función del desarrollo nacional van más allá, mucho más allá, de la mera economía, para centrarse una vez más, y como siempre debió haber sido, en el ser humano que es el ciudadano costarricense.
Así, actualmente, la libertad de los costarricenses está dividida, más bien, entre lo que llamé su ancestral amor a la libertad y el miedo a ella inducido por el Estado y sus corifeos de toda clase. En esas aguas contradictorias, es que tenemos que bregar quienes hoy pretendemos defender la libertad de los costarricenses, de quienes somos parte. Una vez más, pienso que ha de ser la educación el modo más eficaz de hacerlo, la manera que se ajusta a nuestra índole civil y a nuestra histórica tradición republicana: liberalismo, pues, en su más puro sentido, en acción… educando a la gente.
Hoy, es cierto, no son meros rústicos a quienes los letrados y activistas liberales tenemos que educar en los valores de la libertad, sino jóvenes urbanos y rurales con más que suficiente información global para ejercer su derecho a ella y, con ella, a pretender su desarrollo personal y colectivo. Jóvenes llenos de ilusiones a quienes, el que aún se quiere Estado benefactor, no les ha dado sino una vida llena de frustraciones: de cinismo político y creciente pobreza social, de inercia institucional y burocrática ineficiencia, de limitadas oportunidades y encarecida vida por tener que mantener –con su personal esfuerzo y vía insólitos impuestos–, los privilegios de una casta enquistada en las entrañas administrativas de su nación.
Por esa razón, ojalá quienes nos queremos liberales, sepamos hoy hacer nuestra contribución a la inacabada historia de la libertad de mañana, educando a las nuevas generaciones de costarricenses en su más legítima herencia política: la de la libertad. Costa Rica y los costarricenses lo requieren, y más, políticamente lo merecen.
El autor es arquitecto.