Los hombres no solo gozan de licencia social incluso para ser feos, sino también malos con bastante mayor frecuencia e indulgencia que las mujeres.
La idea de los metrosexuales y ubersexuales (hombres que se asumen heterosexuales, pero se esmeran en su arreglo y trato personales) tiene cuando menos dos décadas de existir y, por lo que he visto, no tantas seguidoras: muchas mujeres heterosexuales dicen que prefieren a los hombres bien masculinos. Le dejo a usted que lee esto buscar la definición de «masculino».
El hecho es que parece que sigue habiendo mujeres para hombres desagradables o poco agraciados en sus modales y su físico, y, por el contrario, pocos hombres para las mujeres intratables y feas.
Pero, olvidémonos de la fealdad, que la he traído a colación solo por deporte, para concentrarnos en mi argumento: cómo nuestra sociedad concede a los hombres el derecho a cometer errores o injusticias con bastante tolerancia. Derecho que no está otorgado a las mujeres, de quienes se espera que no ofendan a nadie.
Cuando una mujer agravia por algo, se la juzga mucho más duramente que a un hombre. O, dicho de otra forma, el techo moral es más alto para los hombres y más bajo para las mujeres.
Tanto que, de hecho, una mujer no necesita cometer realmente algo terrible para ser juzgada con severidad: con solo que no actúe con sencillez, timidez y bondad, que sea directa en su hablar o segura de sí misma, será vista con especial rudeza por los hombres; sin embargo, también por otras mujeres, quienes, socializadas como seres sin mucho valor, se vuelcan contra sus semejantes como si la propia estima se les fuera en ello.
Un ejemplo de este doble estándar se revela en la nueva película del director nacional Hernán Jiménez, «Love Hard», en la cual una mujer un poco estúpida (que, por ejemplo, llega en minifalda a un pueblo donde está nevando) y bastante inestable psicológicamente (que pega gritos y llora por cualquier tontera), que tiene una amiga gorda con la cual solo habla de hombres (una de las razones por las cuales la película no pasa el test de Bechdel), termina siendo culpable y pidiendo perdón al hombre que la engañó mediante el uso de un perfil falso en una aplicación para citas.
Ella termina enamorándose de ese hombre gracias a la romantización misógina que lo construye como un personaje adorable e inofensivo.
Pues bien, esta complacencia con el mal comportamiento masculino y la rigidez frente a las mujeres se corresponde con varios prejuicios culturales, uno de ellos, la idea generalizada de que las mujeres no somos fiables: siempre se sospecha de nuestras capacidades e intenciones.
Y aquí el asunto se pone más interesante, pues noten, si son tan amables, la aparente contradicción: dada la desconfianza en nuestras capacidades, se duda incluso de que cuando erramos actuamos por cuenta propia, y se presupone un artífice exterior.
Para mostrar mejor este revoltijo moral en el que se nos mete a las mujeres, fíjense en un ejemplo reciente: dice el comunicado de prensa del Sindicato de Funcionarios y Funcionarias de la Defensoría de los Habitantes que su jerarca, Catalina Crespo, actuó erróneamente en su relación con quienes se oponen a la vacuna contra la covid, porque está mal asesorada por «un gran grupo de asesores que la conducen por un mal camino».
¿Quién asesora a la defensora para que tome estas decisiones erradas? ¿Es que entre los asesores que componen su despacho no hay uno que se atreva a advertirle las consecuencias de estas decisiones?, se pregunta el sindicato.
A ese sindicato le respondo: ¡Estoy segura de que la defensora tiene la suficiente capacidad intelectual y moral para cometer sus propios errores!
Como sea, la supuesta incapacidad para planear una maldad por nuestra cuenta cohabita sin que a nadie parezca extrañarle, con la certeza de que somos malas por naturaleza.
Al respecto, dice la filósofa española Amelia Valcárcel: «No quiero ser excelente, ni especial. Solo reclamo mi derecho a no ser excelente, según ese modelo. En ese sentido, reivindico el derecho al mal».
Al mal y a la estupidez, a la mediocridad, al odio… que son características que no deberíamos enaltecer, pero que existen y, por tanto, deberían ser tratadas como condiciones universales de la humanidad.
«Soy la verdadera tóxica», desafía la cantante Mariah Angeliq, haciéndonos un recordatorio a las mujeres de que siempre nos es posible elegir burlarnos de lo que se dice que somos.
La autora es catedrática de la UCR.
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