
Como alguien entrenado en periodismo, me gusta conocer de todo y ser una generalista. Me gusta aquella frase hecha, repetida en clase, que decía que teníamos “un mar conocimiento con un centímetro de profundidad”.
En su libro Range, David Epstein, explica que la amplitud de conocimiento permite conectar ideas entre disciplinas, adaptarse mejor a lo inesperado y encontrar soluciones innovadoras.
Ahora que me encuentro avanzando un emprendimiento de talleres de meditación, he tenido que preguntarme muchas veces cuánto quiero asociarme con la idea del negocio.
En medio de eso, he discutido con amigas y colegas la idea de la muy popular “marca personal”. No creo que haya una gran teoría detrás de este concepto y, para términos de esta reflexión, solo la interpreto como usar consistentemente una misma identidad para presentarse de manera pública.
Identidad lucrativa
En un mundo capitalista, la especialización es altamente deseable. Esther Perel, terapeuta de parejas, dice que estamos buscando una pareja como pedir una hamburguesa y, lo mismo pasa para los empleos: los trabajos dan una lista absurda de requisitos y conocimientos endógenos superespecíficos, como si los humanos no aprendiéramos rápidamente, no fuéramos moldeables; como si estuviéramos condenados a lo que sabemos y somos en este breve momento de la existencia.
De repente, nos convertimos en otro producto intercambiable del sistema. Pasamos la vida puliendo una serie de habilidades y conocimientos, no por expandir nuestro entendimiento y ser seres más complejos, sino con el triste deseo de ser consumidos por empresas o clientes que nos interpreten como “deseables”.
No soy budista, pero me encanta su noción de que no hay una esencia inmutable que nos defina y, tal vez más importante, que nuestra felicidad está conectada con la posibilidad de soltar las ideas fijas sobre nosotros mismos: larga vida a la antimarca personal.
Un disparo en el pie
Con frecuencia me he encontrado con personas atascadas con una idea de sí mismas que no les permite tomar pasos fuera de los límites ultraconstrictivos de su identidad.
“Es que yo soy así” es un disparo en el pie. Todos somos de muchas formas y, esencialmente, todos somos como queremos ser. Y sí, cambiar es una cuesta empinada.
Ceñirse a una identidad no solo tiene desventajas. Las ciencias del comportamiento han apuntado que la gente suele apegarse más a sus valores y buenos hábitos cuando una parte de su identidad está vinculada con ellos. Por ejemplo, la idea de que ser una persona disciplinada me ayuda a aterrizar en el gimnasio tres veces por semana.
Como sea, debe haber formas menos asfixiantes de llegar al gimnasio que erguir una idea de uno mismo que no puede ser modificada. Con mi hija mayor, a veces, cuando me dice que hizo o no hizo algo por una aparente característica de su personalidad, le respondo con un “aún”. Así, si ella dice: “No pude dar mi opinión porque mi timidez no me dejó”, yo le termino la frase diciendo “aún”. El mundo es vasto y lleno de posibilidades y nosotros somos como el mundo.
Opiniones como ‘liabilities’
El concepto de “marca personal” conlleva implicaciones políticas, desde mi punto de vista. No solo debemos ser especialistas, también debemos ser “potables” para un mercado en que las opiniones deben pasar por el tamiz de los intereses de las juntas directivas. De repente, las opiniones todas se convierten en liabilities.
Tus redes sociales solo pueden referirse a los temas que se alineen a tu marca personal. ¿Y adivinen qué? Nadie quiere hablar de una hambruna creada por un Estado, de secuestros en manos de inmigración o de femicidios, porque son temas que claramente no ayudan a las ventas, en cuenta, a la venta de esa idea de que sos una persona impoluta, que no habla de temas controversiales que quiten el apetito por el consumo.
La “marca personal” nos ha dado una nueva excusa para no posicionarnos frente a la injusticia, la opresión, el autoritarismo y otros temas urgentísimos que enfrentamos.
No tengo grandes referentes y no suelo ser fan. Hay acciones que me parecen admirables e inspiradoras, pero entiendo que las personas somos seres complejos e imperfectos. En los ejercicios de crecimiento personal, cuando alguien sugiere que imagine a una persona a quien admiro, tengo dificultades para poner a alguien en semejante pedestal. Pero recuerdo algo que escuché en una clase de periodismo.
Un día, don Alberto Cañas llegó a darnos una charla. No tengo una opinión sobre él, pero me gustó lo que dijo. Alguien levantó la mano y le preguntó que qué le faltaba por hacer. Él respondió: “Morirme”. Lo había hecho todo: periodista, profesor, político, escritor, funcionario público…
Mi deseo es poder experimentar la vida con curiosidad y compasión por el mundo, de una manera que se sienta genuina para mí, no para un “público meta”. No quiero pensar en leer o estudiar o trabajar en algo porque se alinea con una idea enquistada de quién soy. No quiero dejar de levantar la voz sobre lo que considero injusto porque al cliente le parece inconveniente.
Eso implica asumirme como una principiante de mí misma, como alguien que se descubre momento a momento. Espero que un día haya hecho tantas cosas (algunas inconexas y desalineadas) que nadie pueda definirme y que lo único que me quede sea atravesar el umbral hacia el misterio, como don Beto.
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Andrea Vásquez R. es comunicadora social especializada en Inclusión y Equidad.
