Los dos son malos, pero del primero, al menos, algo queda para una parte del pueblo, aunque sea a costas de otra, o del bienestar general. Perón, en Argentina, fungió como su gran maestro y oficiante. Otro, más reciente, fue Andrés Manuel López Obrador, en México. Desde el personalismo (otro rasgo), acumuló poder, golpeó la economía y doblegó instituciones, pero al menos redujo drásticamente la pobreza por ingreso, y su heredera, Claudia Sheinbaum, lo está haciendo mejor.
El sadopopulismo ni siquiera plantea reivindicaciones socioeconómicas tangibles. Como el clásico, se nutre de agudos –y a menudo justificados– reclamos colectivos. Sin embargo, desdeña cualquier asomo de reforma real para superarlos. Se centra en exacerbar la simbología del mando, la manipulación mediante la división, y la seducción con artilugios mediáticos. Muchas de sus decisiones se encaminan a beneficiar oligarquías reconstituidas y cercanas, pero las presenta como vías para erosionar las ya existentes y promover el bienestar popular: en realidad, placebos.
Para Snyder, Donald Trump es ejemplo de esta tendencia. Yo añadiría a Javier Milei, en clave algo distinta: la de añorado anti-Perón que, desde sus arranques autoritarios, quizá logre curar la esquizofrénica economía argentina sin desequilibrar la democracia.
El presidente Chaves es otro tipo de reencarnación sadopopulista. Ha desplegado casi todo su libreto para imponerse, pero limitado, a su pesar, por instituciones sólidas, una cultura democrática profunda y una funcionalidad del sistema político que, aunque maltrecha, actúa como fuente de contrapesos e iniciativas alternas.
Todo esto se pondrá a prueba en las elecciones. No se trata solo de quién gane, sino, cualquiera que sea, de su habilidad para superar el espectáculo como variable clave de gobierno, equilibrar los pesos y contrapesos estatales, y gobernar en serio y sin odios para el bienestar común. Aunque sea con charanga de fondo.
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Eduardo Ulibarri es periodista y analista.