Entre los relatos desconcertantes que he leído, y han sido muchos, hay dos que repican en mi memoria con el apagado sonido de los años.
Uno es La tercera orilla del río, de João Guimarães Rosa, que figura con furtiva modestia en sus Primeras historias, en la edición que Seix Barral dio a conocer en los gratificantes años sesenta.
El otro es un episodio que el poeta checo Jaroslav Seifert inserta como de pasada en Toda la belleza del mundo, entre sus memorias y recuerdos. El escritor laboraba como periodista en Praga; una noche desapacible, al regresar del trabajo, no encuentra la llave del piso donde vive y se ve obligado a llamar a una vecina que baja a abrirle con evidente molestia.
Rato después, cuenta a su esposa lo sucedido, y ella replica con estupor que la vecina murió ese mismo día y ahora la están velando en su habitación. Seifert va y comprueba que la mujer yace en un ataúd, vestida como lo hacía un momento antes cuando acudió a abrirle.
Por motivos diferentes, llevo años quebrándome la cabeza con el relato del escritor brasileño, y otros tantos confundido por lo que cuenta el premio nobel. Nada me los ha aclarado mi propia experiencia.
El caso es que camino a diario por las estrechas calles del pueblo donde vivo, a una hora en la que apenas comienza a despuntar el día. En la oscuridad, rara vez me encuentro con alguien, y si sucede, se trata de figuras anónimas que se deslizan en silencio. A veces, me interno en el campo que rodea la iglesia y camino casi pegado a las paredes del templo.
El lugar es solitario, las paredes altas y robustas. Las puertas, que intentan ser majestuosas, a esa hora están cerradas a cal y canto. Siempre me pregunto qué ocurre en el interior del templo vacío.
Sin embargo, el otro día, de madrugada, las puertas estaban abiertas y la iglesia en penumbra rebosaba de gente; las bancas estaban ocupadas por fieles arrodillados que no hacían ningún ruido, cuyas siluetas se percibían desde afuera, como apesadumbradas.
Aunque lo intenté, no pude reconocer a nadie. Más tarde, cuando mencioné mi extrañeza por lo que con certeza había visto, me dijeron que era imposible porque el templo ese día se abrió, como siempre, muchas horas después.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.