Para muchos observadores occidentales, la guerra en Ucrania está relacionada con el deseo del presidente ruso, Vladímir Putin, de recuperar la esfera de influencia rusa y garantizar su seguridad contra la invasión occidental, especialmente, de la OTAN.
De hecho, la guerra es entre dos sistemas de valores opuestos: uno basado en la grandeza e influencia mundial de un país y el otro, en el valor de los ciudadanos y su calidad de vida.
En cierto sentido, la diferencia fundamental entre Oriente y Occidente nunca fue ideológica. Durante la Guerra Fría los países capitalistas nórdicos fueron más socialistas de lo que jamás fue la Unión Soviética.
La diferencia siempre residió, en lugar de eso, en uno de los principios. A diferencia de los Estados nórdicos, la igualdad y la equidad nunca fueron parte del sistema de gobernanza de la Unión Soviética. A pesar de sus declaraciones, el sistema soviético no respetó y defendió la dignidad humana en sus políticas reales.
Cuando pregunté recientemente a mis alumnos en el Departamento de Relaciones Internacionales de la Universidad Estatal de Kirguistán qué determina la grandeza de un país, sus respuestas se centraron en el poder militar, el desarrollo económico y la influencia geopolítica.
Esas respuestas están arraigadas en el viejo paradigma de que la grandeza depende de la capacidad de un Estado para dictar políticas y obligar a otros a seguir su voluntad.
La deriva rusa
La idea de la grandeza nacional refleja la percepción de que el líder de un país, como un emperador o un rey, debe tener poder absoluto sobre el pueblo. En un lugar así, los seres humanos son un recurso desechable que fácilmente se puede sacrificar y reemplazar en pos de la mayor gloria del Estado.
Los horrores de la Segunda Guerra Mundial —los campos de concentración, el trabajo esclavo y los experimentos inhumanos en personas— condujeron a un compromiso mundial para impedir que esos crímenes se repitan.
Esto comenzó una transformación de la política internacional por la cual reconocer el valor de la vida y la dignidad de cada persona garantizaba que incluso los gobiernos más autoritarios cuidaran, cuando menos de la boca para fuera, los derechos humanos.
Pero la Unión Soviética y muchos de los Estados que la sucedieron, especialmente Rusia, nunca internalizaron ese cambio. A más de tres décadas del colapso de la URSS, la mayoría de los países postsoviéticos aún son gobernados de acuerdo con el viejo paradigma “imperial”.
No debiera sorprender entonces que presenciemos ahora un choque entre conjuntos fundamentalmente diferentes de valores y metas últimas de la condición de Estado.
Desviación del deber del Estado
La visión alternativa de la condición de Estado no mide la grandeza por el poderío militar, sino por el nivel de vida y la confianza en el futuro. Enfatiza la seguridad con que los niños pueden ir en bicicleta a la escuela, la comodidad con la que los ancianos pueden vivir con una pensión ganada honestamente y la libertad de pensamiento, expresión, reunión y tránsito de los residentes.
El terrible legado del sistema de valores de la Unión Soviética aún está profundamente incrustado en la infraestructura política de la mayor parte de la región de Eurasia, por ejemplo, es posible que las personas comunes que trabajan y aportan a un fondo de pensiones estatal no puedan aprovecharlo porque el Estado aumenta arbitrariamente la edad jubilatoria.
Son menos los que llegan vivos a la edad en que pueden usar sus pensiones, y quienes lo hacen reciben el mísero equivalente de $60 al mes en Kirguistán o $180 al mes en Rusia (donde las sanciones económicas y financieras están disminuyendo rápidamente su poder adquisitivo).
Este desprecio por el ciudadano común se manifiesta a través de las agencias gubernamentales y los servicios públicos. Los burócratas sirven al Estado y creen que el Estado debe servir al gobierno y al presidente, no a la gente.
Los servicios de seguridad protegen al régimen actual, no la seguridad del país. Los funcionarios de las fuerzas del orden suprimen la libertad de expresión y el activismo cívico, pero hacen la vista gorda a la corrupción. En este sistema, el ciudadano es un peón prescindible.
Gobernar a través del miedo
La lucha de Ucrania contra Rusia no es solo una guerra entre dos Estados. Es una guerra entre dos principios sobre la condición de Estado. Es una lucha por la grandeza y la libertad de la gente contra la grandeza y la libertad del Estado.
Mientras Ucrania defiende el sistema centrado en las personas, para Putin esta es una guerra por la grandeza de Rusia según el viejo paradigma: su capacidad para imponer su voluntad a otros a través del miedo.
Para satisfacer su añoranza del gran Estado, Putin está dispuesto a sacrificar a miles de ucranianos y rusos —o más— y arruinar la vida a millones de sus propios compatriotas. Su suerte individual no es nada frente a la majestuosidad de una abstracción.
El mayor riesgo no es que Rusia se apodere de Ucrania y la ocupe, sino la reivindicación de la retórica y la estrategia de Putin. Una victoria rusa podría dejar a millones de euroasiáticos expuestos a la opresión de déspotas imitadores en los próximos años, gobernantes dispuestos a cualquier cosa por la grandeza de sus Estados.
Para muchos países postsoviéticos, especialmente en el Cáucaso y Asia central, la opresión podría estar en manos del propio Putin.
Problema mayor
Sin embargo, el problema no se limita a Putin. La mayoría de los rusos apoyan la guerra y comparten el sentimiento de que Rusia debe probar al mundo que aún es poderosa.
Incluso si cambia el régimen en Rusia, se mantendrá la demanda de una “mano firme” para que Rusia vuelva a ser grande. Y esta demanda llevará a otro chovinista al poder.
Los países postsoviéticos, Rusia incluida, deben erradicar urgentemente al paradigma soviético y cultivar en sus esferas pública y privada un ethos que refleje una profunda apreciación de los valores universales, sobre todo, de la dignidad y la igualdad de derechos entre los seres humanos y la prioridad de sus intereses por encima de los del Estado.
Nadie debe tener la ilusión de que empezar ese proceso será fácil, pero, hasta que no ocurra, las batallas como la que tiene lugar entre Ucrania y Rusia se repetirán una y otra vez.
Shamil Ibragimov es director ejecutivo de la Fundación Soros Kirguistán.
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