
Vivimos en una era en que los discursos progresistas han ganado una fuerza notable en la política, la cultura y la academia. Bajo las banderas del feminismo, la diversidad, los derechos LGTBIQ+, la autodeterminación de los pueblos y la justicia social, han surgido movimientos que pretenden defender la dignidad humana de manera global.
Sin embargo, en los últimos años ha emergido una contradicción moral insostenible: esos mismos sectores que luchan –muchas veces con justa razón– contra la discriminación, el racismo y el autoritarismo en Occidente, guardan silencio, o peor aún, respaldan causas asociadas a regímenes profundamente opresivos cuando se trata de actores no occidentales.
Este no es un ataque a todo el progresismo ni mucho menos a la esencia del feminismo o de los derechos civiles. Sería injusto generalizar. Hay voces valientes dentro de la izquierda que han denunciado estas contradicciones. Pero el problema es que las posturas más visibles, mediáticas y radicales sí caen en una narrativa antioccidental automática, que justifica o minimiza atrocidades solo porque provienen de actores que se oponen a Israel, Estados Unidos o Europa.
Uno de los ejemplos más claros es el respaldo abierto del progresismo radical a la causa palestina, incluso cuando esta está controlada y financiada por grupos como Hamás o regímenes como Irán.
Sí, Palestina merece justicia. Y no toda la causa palestina es sinónimo de Hamás ni cada palestino es un extremista. Pero una causa justa no puede ser liderada por quienes asesinan opositores, reprimen mujeres y desean la destrucción de un Estado soberano.
¿Cómo es posible que quienes marchan por el feminismo en París, Nueva York o Buenos Aires no digan nada sobre el régimen iraní, donde mujeres son encarceladas, torturadas o ejecutadas por protestar o mostrar su cabello?
¿Dónde están los colectivos LGTBIQ+ cuando en Gaza o Teherán la homosexualidad se castiga con prisión o con la horca? No se puede marchar por el orgullo LGTBI y callar el trato brutal de Hamás hacia los gais, solo porque se considera que son víctimas del imperialismo.
La feminista Phyllis Chesler, en su libro The Death of Feminism, fue clara al denunciar el relativismo moral que ha invadido sectores progresistas: “El nuevo feminismo abandonó los derechos humanos universales por una lealtad malentendida al multiculturalismo. Eso las llevó a callar frente a la opresión brutal en el mundo islámico”.
La socióloga Eva Illouz, crítica del antisemitismo moderno en la izquierda, escribió: “El progresismo actual ha convertido el antisionismo en una coartada moral que le permite odiar a Occidente sin sentirse culpable, incluso si eso implica defender teocracias criminales”.
Y la activista iraní Shirin Ebadi, Premio Nobel de la Paz, lo dijo con claridad: “Los derechos humanos no tienen cultura. No se puede justificar la violencia contra la mujer o la censura política en nombre de la religión o la identidad cultural”.
Aquí no se trata de imponer valores occidentales. Son las propias voces internas del mundo islámico las que exigen estándares universales que se respeten sin importar el lugar, la fe o la tradición.
Lo que estamos presenciando no es solo una contradicción política, sino una inversión moral peligrosa: movimientos que nacieron para defender a los oprimidos hoy terminan apoyando a sus opresores simplemente porque estos se enfrentan a Occidente.
Ese apoyo automático a “la resistencia”, sin matices, sin contexto, sin exigir valores mínimos de libertad, justicia y respeto a la vida, destruye la credibilidad del discurso progresista.
No se trata de justificar todas las acciones de Israel. Nadie debería hacerlo sin sentido crítico. Pero sí se debe defender su derecho a existir y a protegerse frente a grupos y gobiernos que no buscan una paz negociada, sino su eliminación total. Criticar a Irán no exonera a Israel de errores, pero ignorar el peligro de Irán por simple conveniencia ideológica es una irresponsabilidad moral.
La gran pregunta es esta: ¿el progresismo moderno defiende principios universales o simplemente se opone a todo lo que huela a tradición occidental, capitalismo o valores judeocristianos?
Si es lo primero, debe demostrarlo con coherencia. Si es lo segundo, entonces no es más que una reacción ideológica disfrazada de ética. Porque no se puede defender la dignidad de las mujeres y apoyar a Irán. No se puede marchar por los derechos civiles y callar ante la opresión de minorías religiosas en países islámicos. No se puede reclamar democracia y abrazar a teocracias solo porque son “antiimperialistas”.
Este no es un ataque al feminismo, ni a la causa palestina, ni a la lucha contra la injusticia. Es una llamada urgente a la coherencia. A dejar de aplicar principios universales de forma selectiva. A exigir libertad y derechos donde más falta hacen, aunque sea incómodo, aunque no encaje con la narrativa dominante.
De lo contrario, el progresismo perderá su autoridad moral. Y lo que nació como una lucha por la justicia terminará defendiendo, sin querer, a los nuevos tiranos del siglo XXI.
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Arnoldo Castillo es administrador de empresas.
