Un hecho fortuito me llevó a interesarme por el derecho. Fernando Savater, tan denostado hoy en ese coctel embriagador que es la lucha política en su país como en casi todas partes, decía que “hemos leído autores importantes a edades inadecuadas”. Yo pasé por eso, y luego tuve que devolverme para recuperar lecturas en las que me había deslumbrado la trama y no su contexto.
Un día, a la salida de la adolescencia, cayeron en mis manos las Noches áticas, que el abogado romano Aulo Gelio escribió en algún momento del siglo II de nuestra era. Con el libro, llegó también “la paradoja de Protágoras”, que, en mi caso, fue la causa remota que me expuso a la fascinación del derecho.
Casi es innecesario repetirla. Protágoras, maestro de retórica, admitió a un alumno de oratoria forense a condición de que le pagara la mitad del dinero al comenzar las clases y la otra mitad cuando las terminara y ganara su primer caso. Al acabar sus estudios, el alumno no asumió ningún pleito y así evitó pagar al maestro. A la demanda que este emprendió, el alumno contestó que no tendría que pagar tanto si aquel ganaba, porque en ese supuesto, él habría perdido su primer litigio, como si los jueces le exoneraban de pagar. Protágoras alegó que, por el contrario, el alumno estaría obligado a pagar en cumplimiento de la sentencia si él ganaba la demanda, pero también si la perdía, porque entonces habría ganado su primer caso.
Durante mucho tiempo me atoré con la paradoja, de modo que supuse que si estudiaba el derecho, alguna vez podría despejarla y dormir tranquilo. No sé si estaba dispuesto a pelarme los codos varios años con tal de sacar el título. Pero por allí me fui y, si algo aprendí, es que la capacidad de razonar y deducir lógicamente, de exponer y motivar, puede, como alguien decía, convertir los argumentos más débiles en sólidos y fuertes.
La paradoja de Protágoras tiene, desde luego, numerosas enseñanzas. Por ejemplo, enseña que el espíritu crítico es la capacidad de algunos de deducir más datos que otros de la observación de lo que sea que observan, y que conviene aguzarlo. Pero, a simple vista, despide un tufo de cinismo u oportunismo que puede desgastar la credibilidad en las virtudes del derecho.
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Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la Presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.