
El otro día, mientras el electricista me arreglaba una luz en la cocina, me comentó que los niños eran distintos ahora. Que no estaban muy interesados en tener noviazgos. De repente, me dijo con nostalgia: “Uno ya casi no ve a nadie besarse en la calle”.
Me di cuenta de que mis últimos recuerdos de gente besándose apasionadamente no eran en Costa Rica, sino en Brasil. Recuerdo también que estaba muy sorprendida de ver allí a cuarentones fundidos en la espera del semáforo peatonal, en lugar de a chicos en uniforme de colegio.
Este año ha sido uno increíblemente difícil para los derechos humanos, el clima, la sociedad civil y, posiblemente, para muchos de nuestros tontos y frágiles corazones.
Lo primero que quiero plantear es que esta columna no es un distractor absurdo en medio de las amenazas muy reales a nuestra democracia y al Estado de derecho. Al contrario, es una manera de encontrar nuestro pulso en medio del desastre y de la confusión. Es ubicar en la belleza y el amor razones para las luchas que creemos justas. Es un llamado a desafiar la idiosincrasia local y a desvestirnos de apariencias en favor de aquello que debe ser protegido.
Un piquito
Hace un año tuve una primera cita con un brasileño. La conversación iba tan bien que él decidió moverse de lugar y sugerir que nos diéramos un beso. Fui a la raíz del problema: le pregunté cómo se sentía para alguien de Brasil dar muestras de afecto en público. Por su cara, noté que ni siquiera era un tema. El punto medio al que llegamos fue darnos un piquito en la mesa. Y luego le expliqué que las niñas criadas católicas, que hoy tenemos más de 40, solo nos besamos en las penumbras y sin testigos, como lo mandan los acuerdos tácitos de vivir en un pueblo pequeño de 51.100 km².
No quiero hacer el caso aquí de que todo el mundo tiene la misma vivencia y por eso es que esto lo firmo solo a mi nombre. Tengo pistas de que en las costas, fuera de la GAM, la gente es más extrovertida y que, como en todo, la personalidad, la edad y la crianza tienen pequeños aportes a la manera en que experimentamos el cariño en público.
También me siento con la responsabilidad de hacer la distinción para las personas de las comunidades LGBTI, cuya connotación de un beso es una absoluta rebeldía en este pueblito católico, más recientemente fanatizado por otros distintos credos. Guardar el beso para el lugar seguro significa, para la mayoría, un intento por asegurar la propia integridad física y emocional. Su deseo de protección o su rebeldía cuentan con mi profunda admiración. Para el resto de los mortales tengo miradas menos gentiles.
El ojo que todo lo ve
Mi profesora de portugués y, actualmente, buena amiga, Marta, me dijo que una diferencia sustantiva entre salir con un costarricense y con un brasileño era que nosotros, en Costa Rica, no admitíamos sentir celos. Como buen ejemplar de las formas locales, pensé en ese momento: ¿quién querría admitirlos y por qué? Esto, eventualmente, es la otra cara de una misma moneda: así como no se admite el amor a los cuatro vientos, tampoco se admiten emociones más duras.
Los costarricenses estamos constantemente jugando al póquer en nuestras relaciones. Una de mis hipótesis es que somos un país pequeño y casi cualquier evento tiene el potencial de marcarnos con la letra escarlata.
Recuerdo que mi mamá estaba todo el tiempo atormentada porque alguna de sus cuatro hijas estuviera “besuqueándose” afuera de la casa. Evidentemente, no nos protegía del beso, nos protegía de la mirada ajena.
La religiosidad juega un papel, sobre todo moldeando normas culturales, así que aunque la gente no sea creyente, persiste en nosotros el diseño de qué comportamiento se admite y qué no. Hay una estructura, basada en valores judeocristianos, que se sostiene a partir de una entidad tan omnipresente como un dios: el ojo del vecino. Los sistemas de vigilancia de los que hablaba Foucault: estamos en una cárcel de puertas abiertas.
Históricamente, la reputación ha sido el patrimonio fundamental de las mujeres. Al final, muchas de ellas se han visto obligadas a usar una supuesta inexperiencia sexual como moneda de cambio para ser deseables, casables, valorables. Estas historias siguen permeando, ahora con otros nombres y simbolismos, pero aún son capaces de cohibir a una atea feminista como la que escribe.
Los hombres están del mismo lado del péndulo, aunque por otras razones. Tener sentimientos puede ser vergonzoso e inconveniente para las masculinidades tradicionales. Por eso no hay celos saludables en la superficie, tampoco ternura o suavidad, pero sí rabia y violencia.
A esta ecuación, que termina con un resultado estéril y frío, hay que agregarle la incapacidad de muchos adultos de jugar y de soltar. De jugar de una manera que no sea molestando al otro, que sea la posibilidad de hacer el ridículo en favor de la ligereza, la despreocupación o el gozo. Seguir el impulso de tirarse en el zacate un rato (en otro lugar que no sea el parque Francia), bailar cuando suena música en el súper, hacer grandes aspavientos porque nos encontramos a alguien, no esconder el llanto caminando a casa.
Mi exesposo me enseñó a enternecerme con las parejas de enamorados. Su actitud cada vez que veíamos a alguna me sorprendía: “Ay, mirá qué lindos, se aman”, decía. Se mostraba agradecido por poder presenciar el afecto entre dos personas. Imagino que eso le pasaba también al electricista y, de ahí, su nostalgia.
Ver posibilidades
Un beso en público puede ser una desobediencia a un status quo puritano, puede ser también una declaración de que, en medio de este mundo roto y deshumanizante, aún tenemos fuego. Vemos posibilidades. Aún nos enamoramos. Nos negamos a amasar un patrimonio ficticio basado en nuestro buen comportamiento. Tal vez, también, es un atisbo de que no tenemos miedo; de que aún no nos damos por vencidos. Un bombillo se enciende y, de repente, hay luz.
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Andrea Vásquez R. es comunicadora social especializada en Inclusión y Equidad.