
En la historia del mundo y de la forma política de organización, la democracia ha sido más bien una excepción. Lo común han sido los conflictos, los imperios, los autoritarismos y los gobiernos que confunden autoridad con obediencia.
Como advirtió Carl Schmitt, toda forma política se sostiene sobre la posibilidad de la excepción, no sobre la permanencia de la norma. En ese sentido, la estabilidad democrática no ha sido la regla, sino el interludio frágil entre crisis.
Lo normal ha sido el miedo, no la deliberación; el poder concentrado, no el compartido. Y aunque solemos pensar que vivimos en una época distinta, basta mirar alrededor para comprobar que ese patrón persiste: Sudán se desangra en una guerra que el mundo apenas nota y menos le importa, Corea del Norte sigue encerrada entre muros dogmáticos y feroz represión; la Franja de Gaza vive una tragedia humanitaria sin salida en la que Benjamín Netanyahu se ríe de las reglas, y en buena parte de África, la violencia lleva décadas sustituyendo al diálogo. En demasiados lugares, los derechos humanos son un documento sin vida.
En ese panorama -o a pesar de este- Costa Rica ha logrado sostener, durante más de siete décadas, una democracia continua. No perfecta, ni inmune a la desigualdad o al desencanto, pero sí un marco donde la palabra ha tenido más fuerza que las armas o la violencia.
No fue un camino libre de conflictos: las décadas siguientes a 1948 no estuvieron exentas de exclusión, de desigualdad o de silencios impuestos. Pero hubo un pacto social básico –tejido en torno a la educación, la institucionalidad y el respeto al voto– que permitió tramitar los desacuerdos dentro de las reglas y no contra ellas.
Ese logro, sin embargo, no garantiza inmunidad. En los últimos años, algunos de los pilares que hicieron posible esa estabilidad se resienten. No se trata de un colapso repentino, sino de una erosión más lenta: la pérdida de confianza en las instituciones, el desprecio por la deliberación pública, el debilitamiento de los controles, la desinformación usada como arma política y el creciente desdén hacia la prensa y la crítica. Todo eso desgasta la idea misma de ciudadanía.
Aun así, los datos recientes del Centro de Investigación y Estudios Políticos (CIEP-UCR) muestran que el apoyo ciudadano a la democracia en Costa Rica goza de buena salud: un 66% de respaldo, con una valoración promedio de 7 sobre 10 a la afirmación “Costa Rica es un país libre y democrático”.
Es una cifra estable y hasta superior al promedio del siglo, pero también paradójica: ese apoyo convive con una profunda desconfianza hacia los partidos políticos y la Asamblea Legislativa, las instituciones más debilitadas en la percepción pública.
El dato es alentador y preocupante a la vez. Alentador, porque evidencia una convicción democrática que resiste los embates de la polarización. Preocupante, porque la democracia no sobrevive solo del afecto ciudadano, sino del ejercicio efectivo de los derechos que la sostienen. Cuando el sistema político pierde credibilidad o cuando la desigualdad erosiona la confianza, ese respaldo puede volverse sentimental, no estructural.
La democracia no se destruye de golpe: se vacía de contenido mientras seguimos llamándola por su nombre. Y cuando eso ocurre, los derechos humanos son los primeros en pagar el precio. Porque la calidad de una democracia no se mide por la estabilidad del poder, sino por la dignidad que garantiza a las personas. Donde los derechos retroceden, la democracia ya está enferma, aunque sus instituciones sigan en pie.
El vecindario centroamericano ofrece ejemplos dolorosos de lo que sucede cuando se cede ante el poder sin límites o ante el miedo que calla. En Nicaragua, Honduras o El Salvador, las democracias se han ido estrechando hasta volverse ya irreconocibles. No por un solo acto, sino por la acumulación de pequeñas renuncias: tribunales debilitados, periodistas perseguidos, libertades condicionadas. No se trata de señalar a nadie, sino de recordar que ninguna sociedad está vacunada contra esa deriva.
Costa Rica no está al margen de esa historia. También aquí hay signos visibles: la polarización creciente, la hostilidad hacia las instituciones, la erosión del diálogo público, la fulminación discursiva de la división de poderes y un clima de desconfianza que se disfraza de cinismo. Todo eso va minando el suelo común sobre el que descansan los derechos humanos.
Defender la democracia es, sobre todo, defender la dignidad humana. No se trata de un ideal abstracto, sino de garantizar condiciones reales para vivir sin miedo, opinar sin represalias y exigir rendición de cuentas. No es una tarea del Estado ni de los partidos: es una práctica cotidiana, un hábito cívico que se cultiva o se pierde con cada silencio.
El mundo nos recuerda, una y otra vez, que la democracia es una excepción frágil. Y que perderla no requiere violencia, sino apenas indiferencia.
Callar es una forma de rendición. Y la libertad, cuando se abandona, no regresa igual: vuelve convertida en advertencia.
JOSEDANIEL.RODRIGUEZ@ucr.ac.cr
José Daniel Rodríguez Arrieta es politólogo, M.Sc. en Estudios Avanzados en Derechos Humanos y profesor de la Universidad de Costa Rica (UCR).
