En la noche del 17 de julio de 1998, el desenlace de la Conferencia Diplomática convocada para crear la Corte Penal Internacional era todavía incierto. Cientos de representantes de Estados y organizaciones de la sociedad civil, reunidos en la sede de la FAO en Roma, contenían el aliento.
Por fin, pasada la medianoche, delegaciones eufóricas pudieron aplaudir el resultado de la votación: 120 Estados a favor, 7 en contra y 21 abstenciones. Se había concretado un sueño de antigua data: la creación de un tribunal penal permanente para investigar y juzgar a los autores de genocidio, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad.
También se incluía al crimen de agresión, pero solamente de manera programática, hasta que se lograra acordar su definición y condiciones para el ejercicio de competencia por la Corte. Estas cuestiones se dirimieron 12 años más tarde, en la primera conferencia de revisión, celebrada en Kampala, Uganda, en el 2010.
Durante el cuarto de siglo que siguió a la aprobación del Estatuto, los jueces y fiscales hicieron operativo este tribunal a la vez deseado y temido por distintos actores del sistema internacional. Todos esperaban mucho de esta institución sin parangón y de su potencial para influir positivamente en la manera de resolver conflictos.
La creación de un tribunal internacional para juzgar crímenes internacionales no era un hecho nuevo. La Corte seguía los pasos de los tribunales de posguerra de Núremberg y Tokio, y de los creados 50 años más tarde para la antigua Yugoslavia y Ruanda por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Sin embargo, el establecimiento de esta primera jurisdicción internacional permanente comportaba un cambio esencial de paradigma. A diferencia de los tribunales especiales, la Corte no era creada para intervenir solamente en situaciones predeterminadas, sino para decidir por sí misma, con total independencia, dónde investigar y a quiénes juzgar. Esta posibilidad de seleccionar situaciones del mundo implicó potestades hasta ahora nunca otorgadas a tribunal alguno.
Como contrapartida de este mandato ambicioso, la Corte fue concebida como institución complementaria, de último recurso, con facultad para actuar solamente en el caso de inacción o acción no genuina de los sistemas nacionales. Asimismo, a pesar de su vocación global, no se la dotó de jurisdicción universal.
A menos que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas solicite su acción, la Corte solamente puede ejercer sus funciones cuando sean parte del Estatuto de Roma los Estados en cuyo territorio se cometan los crímenes o los Estados de nacionalidad de los autores.
Dentro de los parámetros permitidos por su tratado fundacional, en sus 25 años de operaciones, la Corte pudo demostrar su capacidad para investigar y juzgar en múltiples situaciones de crímenes gravísimos en África, Asia, América y Europa. También demostró la posibilidad de integrar a las víctimas a sus procedimientos y de reparar el daño sufrido por cientos de miles de ellas, directa o indirectamente.
El Estatuto de Roma introdujo por primera vez elementos de justicia reparativa. Estos elementos fueron después incorporados por los ordenamientos jurídicos de otros tribunales internacionales y hoy son parte integrante de la justicia penal internacional.
La Corte tuvo logros significativos, pero también experimentó dificultades de funcionamiento. Actualmente, la Asamblea de los Estados Parte está embarcada, junto con la Corte y la sociedad civil, en una revisión holística para fortalecer el sistema del Estatuto de Roma a través de medidas para acelerar procedimientos y mejorar en general el desempeño, la gobernanza y la cultura laboral de la institución.
La revisión incluye iniciativas para fortalecer la cooperación de los Estados y estrategias para incrementar el apoyo político y la protección de la Corte y de todos aquellos que colaboren con ella contra amenazas y ataques.
La Corte cuenta con la participación de 123 Estados. Un número significativo, que comprende dos tercios de los Estados de la comunidad internacional, pero que es aún insuficiente para hacer efectiva su aspiración global.
Ampliar la universalidad de la Corte reviste importancia crucial. El mundo necesita más justicia que nunca. Las atrocidades del siglo XX que llevaron a crearla no han cedido y asistimos además a una erosión creciente del multilateralismo y del imperio del derecho.
En las circunstancias que atravesamos, hay, sin embargo, lugar para la esperanza. La comunidad internacional ha redoblado su exigencia de justicia y multiplicado las iniciativas para llevarla adelante. El establecimiento de la Corte reafirmó la obligación de investigar y juzgar y contribuyó a consolidar el concepto de que la justicia es un componente indispensable de toda paz estable.
A los procedimientos de la Corte y otros tribunales internacionales se suman los esfuerzos de cada vez más Estados dispuestos a ejercer la jurisdicción universal sobre estos crímenes internacionales. Se crean asimismo mecanismos para asegurar la recolección y preservación de pruebas que puedan ayudar a estos esfuerzos internacionales o nacionales.
Asistimos a la emergencia de un sistema global de justicia, o “ecosistema” de justicia, dentro del cual tribunales internacionales y nacionales tienen un papel que desempeñar, a veces un papel central, a veces un papel complementario o de apoyo.
En julio de 1998, la Corte era una idea a la espera de concretarse. A 25 años de su creación, es de esperar que más Estados se adhieran a este esfuerzo histórico a fin de maximizar su potencial para impartir justicia en nuestro mundo convulsionado.
La autora es presidenta de la Asamblea de Estados Parte del Estatuto de Roma, exjueza y expresidenta de la Corte Penal Internacional.