En alguna parte de no recuerdo qué libro encontré una historia que me devolvió al pasado, a ese tiempo al que se refería un viejo filósofo frustrado y político fracasado como a su infancia más recóndita, seguro porque tenía buen recuerdo de ella, pero más ciertamente porque entonces aprendió para siempre que lo único verdadero no existe.
Aquella historia no era ficticia, ocurrió realmente, muy breve y muy sencilla. Se refería a una mujer que nunca se casó pero que se había inventado un marido imaginario llamado Remy y afirmaba llena de convicción: “Remy nunca me causó ningún problema”.
Es fácil, es cosa de inventárselo todo y si alguno asegura que hay diferencia con la realidad se puede disimular porque conviene. Pasa con todo y viene de lejos, desde la política hasta un período muy lejano, cuando prevalecían los cuentos de aparecidos. La ventaja, en el primer caso, es que se puede argumentar y ya se ve que ni siquiera es necesario tener razón, porque la verdad, lo que se llama la verdad, no existe.
De modo que en el mundo de irrealidad en que vivimos el arbitrio manda, no el discernimiento. Solo se trata de creer, de creer a pie juntillas, y no hay forma de demostrar que lo que creemos no es cierto.
A mí me pasa, por ejemplo, cuando oigo las pretensiones de ciertos discursos o leo algunos doctos artículos de prensa. Recuerdo entonces un diálogo, a pesar suyo, que transcribe Daniel Kehlmann en El director: “¿No te enteraste de aquel asunto? ¿Es que no leías mis artículos? Leí algunos. Tienes que leer todos mis artículos o te hundirás en la ignorancia. Era broma, todos nosotros leemos cada línea que escribes, aunque a menudo no compartamos tu opinión. Pero, ¿cómo puede ser eso? Todo el que no comparte mi opinión está equivocado”.
Dicen que, en Islandia, en los viejos tiempos, las historias de elfos —seres ocultos de parecida naturaleza a nuestros antiguos duendes—, la gente podía considerarlas tan auténticas como la vida misma. De cierto modo, hasta cierto punto y cada día más, vivimos en tiempos de guerra o cosa parecida, y en tiempos de guerra se ha recalcado que “la exactitud de la información es menos importante que la información que reconforta”. Por consiguiente, ahora no se trata de pretender la verdad.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la Presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.
