Allá en la memoria voy saliendo de algún lugar con Los errores judiciales bajo el brazo, un libro muy apreciado del abogado francés René Floriot. Entonces, tropiezo con un conocido que me pregunta qué leo. Se lo muestro y exclama: “¡Cómo puede ser que tantos errores quepan en tan pocas páginas!”.
Lo recuerdo ahora que comencé a leer Bajo las togas, del fiscal español Carlos Castresana, quien subtituló su libro, publicado hará cosa de un mes, así: Errores judiciales y otras infamias.
Alguien lo ve sobre mi mesa y pregunta si es de interés para un lector indiferente a los estudios de Derecho. Sopeso el asunto y respondo que el libro es comprensible para cualquiera, entretenido, a ratos cautivante; que puede ser útil para apreciar las ventajas de fijar y observar con perspicacia y sentido crítico los hechos, cualesquiera que sean y, en cualquier circunstancia, como preámbulo para formar criterio y armar opiniones, que es algo a lo que no nos podemos sustraer.
Se ha dicho mucho y de diferentes maneras acerca de la necesaria conexión que hay entre hechos y opiniones a los fines del buen juicio: no obstante, yo, al menos, la paso por alto con frecuencia, aferrado a prejuicios, convicciones, o a la engañosa conmoción de los debates.
Así, por ejemplo, un político inglés apercibía a otro: “Hechos, mi querido amigo, hechos”. En la misma vena, el economista John Maynard Keynes preguntaba a un interlocutor: “Cuando los hechos cambian, cambio de opinión. ¿Usted qué hace, señor?” En fin, se cuenta que a Ronald Reagan le gustaba repetir el proverbio ruso: “Confiar, pero verificar”.
Sin motivos discernibles sentí sincero afecto por un político cuya notoriedad se remontaba al tiempo de nuestra guerra civil. A menudo tenía el privilegio de conversar con él, que lo hacía sin pasión, con deferencia, tono monocorde, ritmo pausado; yo rara vez lo interrumpía porque supe que en esos casos no me escuchaba: solo suspendía su discurso y, cuando yo callaba, él proseguía en el punto en que lo había dejado, como si yo no hubiese dicho nada.
Era como si, para él, los hechos fueran irrelevantes; se sumergía en la doctrina. Se asemejaba a lo que describía Winston Churchill: “Un fanático es una persona que de ningún modo cambia de opinión, y que de ningún modo permite que se cambie de tema”.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la Presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.
