
Hay refranes que repetimos sin cuestionarlos, como si bastara haberlos escuchado desde niños para que fueran brújulas morales. Dos de ellos me persiguen desde hace meses: “A palabras necias, oídos sordos” y “El que calla otorga”.
Ambos conviven en nuestras conversaciones, pero en la práctica se estrellan de frente. No son inocentes: cada uno define parte de nuestra forma de habitar lo público. Por ello, en un país donde la mentira se ha profesionalizado, la agresión se confunde con franqueza y el poder usa el ruido como método, decidir entre callar o hablar se ha vuelto un dilema sobre la forma de ejercer la responsabilidad política.
Antes escribí que vivimos en “una época extraña en la que el ruido se impone al argumento, el estilo aplasta el fondo y la política se reduce a un show de impactos visuales”. Lo sostengo con más fuerza ahora. Esa puesta en escena no es un accidente: es estrategia. Quien quiere evitar el escrutinio necesita que la atención pública se desgaste, que la gente se canse, que el ciudadano decente opte por “hacerse el maje” para no entrar en pleitos. Ahí es donde el refrán de los oídos sordos se vuelve cómodo… y funcional para el cínico.
También he recalcado que “el silencio de los buenos no es solo ausencia de palabras; es también dejar pasar la mentira, la posverdad, las fake news, reírle el chiste al que denigra…”. Ese silencio –que parece civilizado– termina siendo el fertilizante más eficaz del abuso. Asimismo, reafirmo que la indiferencia abre la puerta a los “cínicos resentidos que ocupan el poder”.
Nada se sostiene tanto como una injusticia frente a la cual la mayoría guarda silencio pensando que esa calentura ya pasará. Desde hace siglos, aparentemente, se nos ha condicionado con la idea de que “no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”.
Con esa experiencia a cuestas, cada vez estoy menos convencido del argumento –cómodo, según yo– de que “es mejor no responder para no hacer caja de resonancia”. Por el contrario, estoy convencido de que hay momentos en los que no responder es, precisamente, darle toda la importancia. Hay palabras que, si no se confrontan, se convierten en política pública. Y hay silencios que, aunque suenen prudentes, acaban por convertirse en claudicación y consentimiento.
Tampoco soy ingenuo: responder a cada arrebato solo alimenta al provocador profesional, al que necesita que uno lo contradiga para mantener viva su perniciosa narrativa. Hay quienes viven de la confrontación y sienten pánico al olvido. Con ellos, sí: oídos sordos. Que berreen solos en el vacío. Negarse a bailar al ritmo del matón no es cobardía; es inteligencia.
Pero cuando las palabras necias no vienen del borracho de la esquina, sino de quienes administran lo público, que dictan decretos o definen la relación entre el Estado y la ciudadanía, el silencio no puede ser una opción legítima. Es una renuncia, y cada renuncia tiene un costo. Callar ante la tergiversación deliberada, ante la burla del dato, ante la desinformación calculada, es otorgar: es abdicar.
Lo grave es que ese silencio no se nota de inmediato. No hace titulares. No genera likes. Es un desgaste lento, pero profundo. La ciudadanía se acostumbra al atropello; la mentira se normaliza; la agresión se convierte en estilo. Cuando nos damos cuenta, ya no es solo que los oídos se hicieron sordos: es que el país entero perdió la capacidad de diferenciar entre firmeza y brutalidad, entre liderazgo y matonismo, entre crítica y demolición institucional.
El dilema entre callar o responder exige una brújula ética, no un refrán automático. Ello pasa por preguntarse algo muy simple: ¿quién gana si callo? ¿Quién gana si respondo? Si el ganador es el abusador, callar implica una deuda. Si el ganador es la salud democrática, hablar conlleva una obligación. Es así de dificultoso.
No pretendo tener la receta infalible; jamás semejante pretensión. No obstante, veo cada vez más claro que el país necesita menos silencios elegantes y más voces comprometidas. No voces gritonas –esas sobran–, sino voces que incomoden al poder cuando miente, que denuncien sin odio, que nombren lo que otros quieren soterrar bajo el espectáculo.
Al final, ambos refranes resultan útiles si se usan con rigor. A los necios que solo buscan atención, silencio. A los peligrosos que deforman la verdad para concentrar poder, palabra. Y a nosotros, como ciudadanía, la responsabilidad de no refugiarnos en frases hechas para justificar la comodidad.
Pensar antes de callar. Pensar antes de hablar. Pensar, sobre todo, antes de permitir que el silencio, ese que parece prudente, termine siendo el aplauso más discreto –pero más efectivo– que puede recibir un mal gobernante.
juan.romero.zuniga@una.ac.cr
Juan José Romero Zúñiga es médico veterinario, epidemiólogo y académico investigador en la UNA y la UCR. Ha publicado múltiples artículos científicos en revistas internacionales.
