Hace ya casi ocho años, la revista Time preguntaba en su portada: “Is truth dead?” (¿Ha muerto la verdad?). La cuestión se planteó después de la primera elección de Donald Trump. Desde entonces, hemos presenciado en todo el mundo el surgimiento de movimientos políticos de corte populista, liderados por personas que mienten con facilidad y descaro, impulsados por campañas de desinformación mediante redes sociales, las cuales se acompañan de un discurso deslegitimador de la prensa tradicional y de las instituciones democráticas.
Ahora bien, en la política se ha mentido siempre. Los políticos de todos los tiempos han jugado con la verdad y han falseado los hechos. ¿Qué ha cambiado entonces? En mi opinión, lo que ha variado es el valor y la importancia que los electores le dan a la verdad en la política. Antes, el político mentiroso era visto con reproche y censura por los votantes, la clase política y las instituciones mismas. Bill Clinton fue sometido a un “impeachment” (juicio político) por haber mentido sobre su relación con Mónica Lewinsky.
En la actualidad, en cambio, muchas personas no solo toleran que un político o un candidato mienta o difunda teorías de la conspiración, sino que además se convierten, a su vez, en propagadores de esas mentiras, las cuales comparten en sus redes sociales de manera acrítica y automática. Estudios demuestran cómo las noticias falsas se difunden con mucha mayor facilidad y rapidez que las veraces, o cómo incluso hay quienes comparten informaciones a pesar de saber o sospechar que son falsas…
En las redes sociales, las personas crean su propia comunidad digital, un entorno compuesto por quienes comulgan con sus ideas, opiniones, prejuicios incluso. Ahí se busca y obtiene la aprobación de los demás, así sea difundiendo falsedades. Es un espacio seguro que refuerza su propia visión del mundo, donde quien piense distinto será criticado, cuando no insultado.
Además, las teorías de la conspiración tienen un encanto, pues quien cree en ellas piensa que él sí conoce la “verdad verdadera”, esa que las élites quieren ocultar y evitar que se sepan. Por eso, estas personas son casi inmunes a los hechos, a la ciencia o a la racionalidad. Cualquier verificación de datos o rectificación de información, sobre todo si proviene de las instituciones o de la prensa tradicional, será vista con gran desconfianza y recelo.
Si les enseñamos a nuestros hijos que no deben mentir; si la mentira en el trabajo es mal vista e incluso castigada, si esperamos que nuestras relaciones personales o de pareja se rijan por la verdad y la honestidad, ¿por qué permitimos entonces y toleramos la mentira en la política?

El fenómeno es intrigante, pero, sobre todo, preocupante. Y Costa Rica no escapa a esa triste decadencia. La ahora exministra de Educación le mintió al país entero sobre la existencia de una supuesta “Ruta de la Educación”, que existía únicamente en su mente y que finalmente nunca pudimos conocer en el tiempo que duró su catastrófica gestión. Igualmente, vimos a la hoy exministra Laura Fernández simular firmar un decreto ejecutivo, o prometer a los diputados entregar información que supuestamente revelaría irregularidades cometidas por la Contraloría General de la República, para luego desdecirse en una penosa contorsión. Y, en lugar de un llamado a cuentas, pareciera más bien se le quiere premiar con una candidatura presidencial…
Regularmente, el presidente de la República dice falsedades, que son corregidas y desmentidas por distintas instituciones públicas, que así se hacen merecedoras del ya tradicional mensaje ofensivo y descalificador en su contra. Y, a pesar de todo, la popularidad del mandatario se mantiene alta. ¿Qué revela esto de nuestra sociedad? ¿Qué dice esto del electorado? ¿Ha muerto la verdad en la política?
Es imposible responder en estos pocos párrafos. Sin embargo, podemos avanzar y teorizar que, bajo este fenómeno, se encuentra una enorme insatisfacción popular que no ha sido comprendida, escuchada ni atendida por las clases políticas tradicionales. Por eso, menospreciar a quienes se alinean con estos movimientos sería un error garrafal.
Para frenar este peligroso populismo se requiere conectar con las necesidades del votante y, sobre todo, plantear soluciones efectivas a sus necesidades. También es preciso brindarles a todas las personas las herramientas educativas, cívicas y digitales para que puedan protegerse de la mentira y la manipulación. El reto es enorme. La tarea urgente. ¿Estaremos a la altura?
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Rodolfo Brenes Vargas es abogado.