Al pasar por el puente sobre el río Virilla, en la ruta 32, el viernes pasado, me sorprendió ver, a la altura de mis ojos, una columna del nuevo puente en construcción.
De repente, donde siempre hubo un enorme vacío, un grupo de hombres, con mazos y tenazas, trabajan en una mole imponente de concreto, atravesada por una urdimbre de hierro. Esto me recordó la frase del Talmud: “Dios creó al hombre para que le ayudase a crear”.
Así como nos extasiamos ante las maravillas cotidianas de la naturaleza, como creación de Dios, madre natura, Gran Arquitecto Universal o como cada quien prefiera llamarlo, también es admirable la obra del hombre.
Un puente es un monumento al trabajo, la tesón, la inventiva y el dominio del ser humano sobre los elementos. También, lo es un edificio, un avión, una silla o unos zapatos. Acertadamente, lo describe Neruda en su Oda a las cosas: “Todo tiene / en el mango, en el contorno, / la huella / de unos dedos / de una remota mano / perdida / en lo más olvidado del olvido".
Al trabajar, construir, reparar, nos conectamos también con el mandato de crear y, como tal, también acto espiritual. Debravo lo revela con contundencia en uno de sus poemas más preclaros: “Dios no quiere rodillas humilladas / en los templos, / sino piernas de fuego galopando, / manos acariciando las entrañas del hierro, / mentes pariendo brasas (...). Digo que yo trabajo, / vivo y pienso / y esto que yo hago es un buen rezo... ".
Juntarse. Al construir un puente o edificio, hay una confluencia de hombres y mujeres, quienes, sin saberlo, están unidos en un equipo, una familia.
Desde quien traza un rápido esbozo de una idea en una servilleta, que luego se convierte en dibujo, plano, presupuesto, proyección financiera, cálculo de basamento, dimensión, fuerza y peso, hasta los que cavan, hacen mezcla o la formaleta, mueven estructuras, doblan hierro, arman, afinan, pintan, limpian... todos son parte de un acto creativo y, por tanto, supremo.
También, construimos en la cotidianidad, al podar una planta, arreglar un jardín o escribir un poema o una canción, o pintar, o efectuar un cálculo aritmético.
O cuando alguien cocina, ordena un librero, barre, escribe. En otras palabras: cuando “hacemos”.
No en vano, el Evangelio de san Juan nos recuerda: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios…”. Aunque aquí Verbo proviene del griego logos, es la misma palabra que gramaticalmente usamos para denotar acción, a diferencia del sustantivo, que es estático.
Y para la acción es menester estar despiertos, aprovechar cada minuto para construir con las manos o con el intelecto. Porque también se crea y se construye a través de la observación y la reflexión profundas.
Polo opuesto. Pese a todo lo anterior, es cierto que tenemos también la capacidad de crear para mal. De construir y destruir. Adrede, o sin preverlo, también, como seres humanos, hemos dañado severamente el medioambiente.
Nos lo gritan nuestros ríos, mares y aire. El ensañamiento climático, donde ya no hay verano ni invierno, sino una superposición incierta de estaciones, que a veces incendia o inunda, donde desaparecen flora y fauna del planeta. Irónicamente, también nos destruye a nosotros, poco a poco.
Por eso, nuestro acto diario de creación y trabajo debe tener conciencia de sostenibilidad. No debe confundirse con un llamado a la inacción, sino a que nuestro proceso transformador se lleve a cabo en resguardo y protección de la naturaleza en torno a la cual vivimos.
Cuando construimos armonizados con el ambiente, logramos la máxima admiración de lo divino y lo profano, en una misma dimensión creadora.
La vida se vive despierto; haciendo; dejando a nuestros descendientes, no el rastro de nuestra huella de carbono, sino el monumento a una creación limpia que surge de nuestras mentes y de nuestras manos.
El autor es economista.