Hace unos días, un buen amigo me envió un estupendo ensayo sobre la pérdida de calidad democrática de la deliberación pública. Habla de los Estados Unidos, pero buena parte de su análisis es aplicable a otras democracias, incluida la nuestra. Apareció en la revista The Atlantic y su título es “Por qué los últimos 10 años en la vida estadounidense han sido particularmente estúpidos”.
Lo más interesante de la pieza no es la reiteración de la denuncia sobre los efectos perniciosos de las redes sociales en la vida política o la opacidad de algoritmos que favorecen la viralidad de las noticias falsas y la creación de “burbujas” impermeables de opinión. Ambas cosas son, sabemos, un veneno para la convivencia democrática, que implica una conversación respetuosa de la dignidad e integridad de los demás.
Lo más interesante es el mecanismo psicológico mediante el cual las redes sociales obran esos efectos indeseables. A partir de la metáfora bíblica de la destrucción de la torre de Babel, el autor —un psicólogo social— postula que mediante sencillas invenciones como los likes, los emoticones y los retuiteos, las personas fueron ocultando cada vez más sus verdaderas creencias, que podían ser objeto de salvajes ataques, y procurando la popularidad de sus puntos de vista. Ello trajo consigo el vasallaje a la intemperancia, pero generó reconocimiento social, pertenencia identitaria e, incluso, buenos ingresos a no pocos.
Paralelamente, un segundo mecanismo empezó a operar: la denuncia de los “traidores”. Quien en el seno de un grupo emite una duda o habla de llegar a acuerdos con los “otros” es acusado de traicionar la causa. Es el látigo disciplinario con el que las “burbujas” de toda orientación político-ideológica cuentan para evitar que alguien se salga del canasto. Ahí es cuando las redes se convierten en un bozal.
Pocas veces la opinión razonada es de blancos y negros: casi siempre hay grises. Requiere de mucha escucha para, en democracia, solucionar los problemas en beneficio de las mayorías. La sustitución del razonamiento por el grito nos envuelve en una estupidez colectiva, pues la opinión que prevalece no es la que busca la verdad, el escrutinio público o el acuerdo posible, sino la que exige, con el aplauso de su capilla, la muerte simbólica de los demás. Necesitamos que muchos se rebelen contra el matonismo digital.
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