Acabo de ver unas declaraciones en las que Trump bromea sobre cómo deberían correr los inmigrantes que quieran escapar de su nuevo presidio (intencionalmente instalado en un lugar calurosísimo e infestado de mosquitos), para eludir las culebras y lagartos que lo rodean. Hablamos de la misma persona que, en esa cruzada antiinmigrantes, separó a niños de sus padres, en algunos casos para siempre. El mismo que, mientras los palestinos son tiroteados cuando, desesperados por comida, se acercan a los camiones de reparto, hizo un video con IA mostrando cómo, en la Gaza posgenocidio, tomará el sol tumbado a la par de Netanyahu en un resort.
Haciendo un esfuerzo por superar el asco que provoca, más que preguntarse qué clase de persona es, me parece importante plantearse la cuestión más relevante de qué clase de personas simpatizan con alguien así.
Esa interrogante es más acuciosa aún en un caso específico: el de la llamada derecha cristiana. Ese conglomerado de evangélicos fundamentalistas y católicos integristas que, según diversas mediciones, en alrededor de un 80% han votado a Trump y respaldan su gestión. ¿Por qué ese clivaje tan pronunciado? En mi opinión, el fenómeno ha sido mal planteado y, en consecuencia, equivocadamente resuelto.
La interpretación más extendida es que, si bien Trump está lejísimos de ser un modelo de virtud cristiana (especialmente, en lo que a su vida sexual se refiere), estos votantes lo prefieren porque lo ven como un “instrumento” de Dios contra el secularismo liberal, especialmente por su oposición al aborto, su defensa del matrimonio tradicional y de la libertad religiosa (entendida desde la narrativa falsa de que los cristianos son hoy víctimas de persecución en los países democráticos), su sionismo conservador y su rechazo a las políticas de género y de reconocimiento de la diversidad sexual. Es, por ejemplo, la lectura que hace Rafael Aguirre Monasterio, catedrático de la Facultad de Teología de Deusto, en su reciente libro La utilización política de la Biblia, aludiendo a la identificación de Trump, en el discurso de estos sectores, con Ciro, rey de Persia.
Pienso que es una hipótesis insuficiente. Sí, ayuda a explicar que personas muy escrupulosas con su sexualidad apoyen a un licencioso porque este respalda una agenda política, concentrada en la moral sexual, que para ellos es importante. Pero deja por fuera el hecho de que, más allá de su comportamiento disoluto, el individuo es particularmente despiadado con las personas más vulnerables, tradicionalmente protegidas por las comunidades cristianas: las personas en condición de pobreza, afectadas por los recortes en ayudas sociales; las personas enfermas, abandonadas a su suerte como resultado de los presupuestos cercenados al Medicare; los niños, mujeres y ancianos palestinos que huyen de la guerra; y, sobre todo, los inmigrantes, víctimas del odio racista expresado en discursos y acciones gubernamentales, a pesar de que, en la ética bíblica, la triada del extranjero, la viuda y el huérfano es repetida como objeto de un mandato divino de protección preferente.
En abono a mi cuestionamiento de la interpretación referida (la derecha cristiana no simpatiza con Trump, solo lo apoya porque él asumió su agenda conservadora) está, además, el hecho de que esos rasgos de extrema crueldad hacia las personas más débiles no son disimulados ni silenciados, sino, por el contrario, ostentados. Trump paga con dinero de campaña a una actriz porno, cuyos servicios contrató, porque quería que eso no saliera a la luz pública. Su absoluta falta de misericordia hacia las familias inmigrantes, en cambio, no se oculta, más bien se publicita en una macabra exhibición de inhumanidad.
Mi hipótesis es que el liderazgo de Trump es, de hecho, afín a la moral de la derecha cristiana. No a la moral y sensibilidades que podrían derivarse de la predicación y praxis de Jesús de Nazaret –de plena identificación con los excluidos y marginados, con los más pequeños y débiles–, caracterizadas por la ternura y la compasión frente al sufrimiento humano, pero sí a la moral de la derecha cristiana.
Modelo de familia
La clave está en los estudios del lingüista cognitivo George Lakoff, especialmente en su libro de 1996 Moral Politics, y en el más resumido del 2004 No pienses en un elefante. Allí, Lakoff explica cómo la moral conservadora en EE. UU. se construye a partir de un modelo de familia firmemente regentado por un padre estricto, que impone su autoridad sobre esposa e hijos, a quienes, para forjarles el carácter, disciplina y castiga. Muestra cómo, a partir de esa matriz conceptual, se despliegan las más disímiles políticas, como la defensa de la tenencia de armas, la oposición a las regulaciones medioambientales o el rechazo a los subsidios para las familias de menos recursos.
Lo más interesante es que, en la base de esa visión de mundo, articuladora de creencias fácticas y valoraciones sobre diversos temas, Lakoff no apunta a un ideólogo del Partido Republicano o de alguno de los think tanks conservadores, sino al líder evangélico James Dobson, fundador de Enfoque a la Familia. Aparte de sus lamentables instrucciones sobre cómo deben pegarles los padres a los hijos, en su afamado libro Atrévete a castigar, el conocido doctor Dobson tiene muy clara la conexión entre su visión prescriptiva del padre estricto y la moral del propio interés del individualismo capitalista, en la que lo mejor que cada cual puede hacer por los demás es buscar su propio beneficio. Quienes no lo hacen, “los que van de redentores por la vida” (do-gooders, dicho irónicamente), estropean el sistema y producen gente mimada y dependiente.
Dobson aboga por este estilo duro de crianza. Por ejemplo, explica que, para afirmar la autoridad paterna, si después de cinco minutos de llanto por el castigo físico el niño sigue llorando, hay que exigirle que se calle “ofreciéndole un poco más de lo que haya causado las lágrimas originales”. La finalidad es que llegue a ser autosuficiente: un niño malcriado no será lo suficientemente disciplinado para prosperar, no podrá cuidarse a sí mismo y se hará dependiente. Así, amenazar e infligir dolor a otros seres humanos está bien, ya sea para formarlos y hacerlos personas de provecho, o simplemente como consecuencia de que sus padres en su momento no lo hicieron y los demás no tenemos por qué ahora hacernos cargo de ellos.
Por supuesto que es demencial que seguidores de un redentor crucificado, cuyas parábolas más famosas son la del buen samaritano y la del hijo pródigo, suscriban esa hosca visión de la familia y de la política. Lo que no es extraño es que, junto a Trump, hayan encumbrado a Elon Musk a la toma de decisiones sobre cómo debe ser y qué tanto debe hacer el Estado. Musk, ese exponente de la barbarie del especialista orteguiano que dijo que “la debilidad fundamental de la civilización occidental es la empatía”. Yo me quedo, en cambio, con las palabras de la filósofa judía Hannah Arendt: “La muerte de la empatía humana es uno de los primeros y más reveladores signos de una cultura a punto de caer en la barbarie”.
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Gustavo Román Jacobo es abogado.
