En el receso de estos días, mientras amaina el clima electorero en el que por lo visto prevalece una inquietante mediocridad que oculta que marchamos hacia la tierra-de-nadie-sabe-qué-ni-cómo, guardo distancia de los hechos que nos desconciertan, los pongo en perspectiva y trato de pensar las cosas de otras maneras.
Simplificando, parece que, en lo medular, hay dos sistemas políticos y a mí me ha tocado en suerte vivir en uno que está basado en la duda, en la incertidumbre, a diferencia del otro que se apoya en creencias y respuestas anticipadas e indiscutibles. Enhorabuena.
Este último es el sistema autocrático, con respecto al que para ilustrar la diferencia se comprenden preguntas como la que de hecho hacía una niña albanesa a sus padres cuando les oía hablar de unas presuntas elecciones libres que tenían lugar en un país que entonces seguía bajo el dominio soviético: “¿Qué se elige en unas elecciones que no son libres?”, decía la niña. En esta pertinente pregunta infantil subyace lo mismo que se ha puesto de manifiesto desde ópticas distintas, como sucede, por ejemplo, con el aserto de que “en una dictadura lo público está hecho de propaganda”.
En el otro caso, ocurre como proponía el físico estadounidense Richard Feynman, quien lo basa todo en la duda. La duda, explica, no es una idea nueva sino de la época de la razón. “Esta es la filosofía, agrega, que guio a los hombres que hicieron la democracia bajo la cual vivimos. La idea de que nadie sabía realmente cómo hacer funcionar un gobierno llevó a la idea de que teníamos que preparar un sistema mediante el cual se pudieran desarrollar nuevas ideas, probarlas, desecharlas, aportar nuevas ideas; un sistema de prueba y error”.
Atenidos a este criterio, el democrático aparece como un método falible, inestable, idóneo para desplegar y manifestar el sentido crítico, coincidente y discrepante a la vez, y por este camino las aptitudes propositivas y constructivas de sus miembros, siempre desiguales. Por aquí corren las habilidades políticas de un sistema imperfecto: conceder la duda, lo inconcluso, lo deteriorado, lo equivocado, y a partir de aquí coaligar esfuerzos para volver a enmendar, siempre con margen de errar.
Así las cosas, me inclino a pensar el futuro como Feynman, “ni con esperanza ni con temor, sino con incertidumbre acerca de lo que será”.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la Presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.
