
Todo silencio suele ser conveniente; pero, en no pocas ocasiones, más conveniente debería ser el no silencio. Esa es la reflexión que me asalta cada vez que observo cómo avanzan, sin mayor resistencia, los populismos de nuevo cuño, con su disfraz de salvadores de la patria, pero, en el fondo, con alma de autoritarios. No hablo solo del vecindario: Nicaragua, Venezuela o El Salvador; les invito a mirar más cerca y revisar nuestra propia casa. Quizás no seamos tan inmunes a las tempestades políticas de aquellos.
Hoy es más evidente que nunca que, en tiempos de crisis, cuando las instituciones tambalean y la confianza pública se erosiona, aparecen voces mesiánicas que prometen orden, eficiencia, soluciones rápidas y simples a problemas complejos. Son los nuevos hombres fuertes –o quienes se presentan como tales–, aunque vengan envueltos en el celofán de la democracia. Detrás de sus discursos de “yo soy uno de ustedes, del pueblo, y por eso los defiendo”, lo que realmente existe es la tentación del poder sin límites, recurriendo a la descalificación sistemática del disenso, el desprecio por la deliberación pública y el saboteo de los contrapesos. Es un guion conocido; pero seguimos cayendo en él.
Luego de una ácida discusión con una colega del trabajo por asuntos puramente laborales y científicos, me dijo que estaba preocupada por mi activismo. Creo que es genuina su zozobra. Me pareció, en primera instancia, una sugerencia a la autocontención: a no alzar la voz. Quizás tenerla, pero no alzarla tanto.
Recordé de primero una frase de Albert Einstein: “El mundo no será destruido por los que hacen el mal, sino por aquellos que los miran sin hacer nada”. No lo dijo una persona cualquiera, sino un científico con los más altos niveles de humanismo. Einstein tenía muy claro que el mal raramente llega solo, sino que se instala porque se le permite. Se acomoda en los huecos que dejan la apatía, el desencanto, la desesperanza o el miedo. Costa Rica, peligrosamente, está coqueteando con esos vacíos. Estamos desdibujando los límites del respeto, de la dignidad, del diálogo, y aunque muchos lo ven, prefieren callar.
Pero encontré una frase fuerte, aunque no menos realista, de Edmund Burke: “Cuando los hombres malos se combinan, los buenos deben unirse; de lo contrario, caerán uno por uno, un sacrificio sin compasión en una lucha despreciable.” Lo dijo hace casi dos siglos y medio; sin embargo, como que no hemos aprendido, lo hemos olvidado, o, peor aún, tememos actuar.
Es que debe preocuparnos la audacia con que los “malos” se combinan, pero más el letargo de los buenos. Esa ciudadanía que aún cree en la democracia, en el respeto a los derechos humanos, en la división de poderes, en la libertad de prensa, pero que calla. Que observa en silencio, se retrae, no quiere problemas. Esa que guarda prudente –conveniente– distancia. ¡Cuidado! Esa neutralidad cómoda, esa supuesta “objetividad”, es el abono para que lo injusto se normalice.
Para cerrar con frases célebres, traigo a colación a Martin Luther King Jr.: “Al final, no recordaremos las palabras de nuestros enemigos, sino el silencio de nuestros amigos”. Porque cuando el país más necesita voces claras, lúcidas, comprometidas, muchas de ellas prefieren el mutismo, la tibieza o el cálculo político. No se quieren quemar. No quieren perder seguidores, contratos, privilegios o su statu quo. Entonces callan; al hacerlo, habilitan.
El silencio de los buenos no es solo ausencia de palabras. Es también dejar pasar la mentira, la posverdad, las fake news, reírle el chiste al que denigra, justificar la arbitrariedad porque “los otros robaron más”. Es permitir la demolición de instituciones con el argumento de que “no han resuelto los problemas”. Es tolerar el insulto al periodista, la amenaza al juez, la burla al académico. Es mirar para otro lado cuando la ética se descarta por ser un estorbo.
En América Latina, los populismos autoritarios no llegaron de golpe. Se gestaron con aplausos y se consolidaron porque demasiadas personas decentes optaron por un silencio, en apariencia, conveniente. Y, cuando quisieron reaccionar, ya era tarde.
Costa Rica aún está a tiempo; pero cada día que dejamos pasar sin alzar la voz, sin organizarnos, sin exigir transparencia, respeto y legalidad, es un día más que le regalamos a quienes no creen en la democracia, sino en el poder como instrumento de revancha o de imposición.
Hoy, más que nunca, el silencio no es una opción. La democracia no se defiende sola. La construimos y protegemos quienes nos atrevemos a no caer en el laissez faire.
Callar cuando hay que hablar también es tomar partido.
juan.romero.zuniga@una.ac.cr
Juan José Romero Zúñiga es médico veterinario, epidemiólogo y académico investigador en la UNA y la UCR. Ha publicado múltiples artículos científicos en revistas internacionales.
