El maratón comienza el domingo en Bangladés, con una oposición reprimida. Seguirá con las libérrimas de Taiwán, el 13, de cuyo resultado dependerá el nivel de agresividad china. Terminará en diciembre con las de Argelia, Croacia, Venezuela y, casi con certeza, el Reino Unido. En el ínterin, las habrá en cuatro de los cinco países más poblados del mundo: la India (que ya supera a China), Estados Unidos, Indonesia y Pakistán. Las de Rusia, en marzo, están decididas: Vladímir Putin, que ya supera en longevidad de mandamás a Stalin, obtendrá un quinto mandato presidencial.
Las primeras en América Latina serán las de El Salvador, con la segura reelección inconstitucional de Nayib Bukele. Luego seguirán Panamá, República Dominicana, México y Uruguay, además de Venezuela, con un pronóstico en extremo reservado sobre las garantías imperantes.
Pero el proceso más consecuente será el de Estados Unidos, por una razón simple y perturbadora: si Donald Trump, como parece, se convierte en candidato republicano, en las urnas se jugará, ni más ni menos, que la supervivencia o erosión aguda de la democracia estadounidense. Y si derrota a Joe Biden, las consecuencias —terribles— se extenderán a todo el sistema internacional. Por esto, no exagero al decir que el 5 de noviembre será la fecha más determinante para el mundo en décadas.
En este contexto, nuestras elecciones municipales, dentro de 30 días, resultan muy modestas. Sin embargo, son las únicas en que podremos ejercer el voto con plena libertad, y con gran incidencia en la vida cotidiana de nuestros “pedacitos de Costa Rica”, como dice la campaña del TSE.
Si incluso regímenes dictatoriales acuden a farsas electorales para lavar un poco su cara, con mayor razón son importantes las elecciones de verdad. Por esto, las nuestras debemos verlas no solo como derecho, sino también deber. Su consecuencia lógica se reduce a un verbo: votar.
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El autor es periodista y analista.