CAMBRIDGE – Trabajé para cuatro presidentes estadounidenses (demócratas y republicanos), y tal vez lo más importante que aprendí al hacerlo es que hay poco en lo que llamamos historia que sea inevitable. Lo que sucede en este mundo es resultado de lo que elegimos hacer o no hacer cuando se nos presentan desafíos y oportunidades.
Desafíos y oportunidades tuvo de sobra George H. W. Bush, cuadragésimo primer presidente de los Estados Unidos; y el resultado es claro: dejó el país y el mundo mucho mejor de como los encontró.
Trabajé para (y a menudo con) Bush durante los cuatro años de su presidencia. Fui el miembro del Consejo de Seguridad Nacional responsable de supervisar la elaboración y ejecución de políticas para Oriente Próximo, el golfo Pérsico y la región de Afganistán, la India y Pakistán. También me convocaron para la discusión de muchas otras decisiones.
Bush era amable, decente, justo, abierto de mente, considerado, libre de prejuicios, modesto, principista y leal. Valoraba el servicio público y se veía simplemente como el último en la larga línea de los presidentes estadounidenses, otro ocupante temporal de la oficina oval y custodio de la democracia estadounidense.
Sus logros en política exterior fueron muchos y significativos, comenzando por la finalización de la Guerra Fría. Es verdad que el hecho de que haya terminado cuando lo hizo tuvo mucho que ver con cuatro décadas de esfuerzo concertado de Occidente en cada región del mundo, la derrota de los soviéticos en Afganistán, las profundas falencias internas del sistema soviético y las palabras y actos de Mijail Gorbachov. Pero nada de esto implicaba que la Guerra Fría estuviera predestinada a terminar en forma rápida o pacífica.
Si terminó así, fue en parte porque Bush comprendió la difícil situación en la que se encontraron Gorbachov y más tarde Boris Yeltsin, y evitó convertirla en humillante. Tuvo el cuidado de no regodearse ni caer en la retórica del triunfalismo. Esta contención le valió muchas críticas, pero Bush consiguió no despertar la clase de reacción nacionalista que hoy estamos viendo en Rusia.
Además, supo conseguir lo que se propuso. Nadie confunda la cautela de Bush con timidez. Superando la renuencia, y a veces las objeciones, de muchos de sus homólogos europeos, fomentó la unificación de Alemania y la consiguió dentro de la OTAN. Fue arte de gobierno en su mejor expresión.
El otro gran logro de Bush en política exterior fue la Guerra del Golfo. Vio la invasión y conquista de Kuwait por parte de Sadam Huseín como una amenaza no solo a los cruciales suministros de petróleo de la región, sino también al mundo que estaba surgiendo después de la Guerra Fría. Bush temía que dejar sin respuesta este acto bélico alentara más caos.
Pocos días después del inicio de la crisis, Bush declaró que la agresión de Sadam no quedaría impune. A continuación, formó una coalición internacional sin precedentes, que respaldó las sanciones y la amenaza de usar la fuerza; envió medio millón de soldados estadounidenses al otro lado del mundo para unirse a cientos de miles venidos de otros países; y cuando la diplomacia no consiguió producir una retirada completa e incondicional de los iraquíes, liberó Kuwait en cuestión de semanas, con una cifra notablemente pequeña de bajas estadounidenses y de la coalición. Fue un ejemplo de manual de cómo puede funcionar el multilateralismo.
Hay que destacar aquí otros dos hechos. En primer lugar, el Congreso era renuente a responder a la agresión de Sadam. La votación en el Senado que autorizó la acción militar estuvo a punto de fracasar. Pero Bush estaba preparado para ordenar la futura Operación Tormenta del Desierto incluso sin autorización de los congresistas, porque ya tenía el derecho internacional y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas de su lado. Así de determinado y principista era.
En segundo lugar, Bush no se dejó arrastrar por los acontecimientos. La misión era liberar Kuwait, no Irak. Plenamente consciente de lo sucedido unas cuatro décadas antes, cuando las fuerzas estadounidenses y de la ONU extendieron su objetivo estratégico en Corea y trataron de unificar la península por la fuerza, Bush resistió las presiones tendientes a ampliar los objetivos de esta guerra. Le preocupaba perder la confianza de los líderes mundiales a los que había sumado a la coalición, y la probable pérdida de vidas. También quería mantener a los gobiernos árabes de su lado para mejorar las perspectivas de la iniciativa de paz para Oriente Próximo que iba a comenzar en Madrid menos de un año después. Una vez más, tuvo la entereza suficiente para resistir el ánimo del momento.
No quiere decir esto que Bush nunca se equivocara. El final de la Guerra del Golfo fue caótico, con la permanencia de Sadam en el poder en Irak mediante una represión brutal de los kurdos en el norte y de los chiitas en el sur. Un año después, la administración Bush tardó en responder a la violencia en los Balcanes. Pudo hacer más para ayudar a Rusia en sus primeros días postsoviéticos. Pero en general, el desempeño de su gobierno en política exterior sale bien parado en comparación con el de cualquier otro presidente estadounidense de la historia moderna, o incluso cualquier otro líder mundial contemporáneo.
Una última cosa. Es probable que Bush haya formado el mejor equipo de seguridad nacional de la historia de Estados Unidos. Brent Scowcroft fue un modelo de asesor de seguridad nacional. James Baker fue probablemente el secretario de Estado más exitoso desde Henry Kissinger. Y con ellos estaban Colin Powell, Dick Cheney, Robert Gates, Larry Eagleburger, William Webster y otras figuras con prestigio y experiencia.
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Todo lo cual nos trae de nuevo a George H. W. Bush. Él eligió a las personas, fijó el tono y las expectativas, escuchó, insistió en seguir un proceso formal. Y lideró.
Si como dice el dicho, por la cabeza se pudre el pez, también es por la cabeza que prospera. Las muchas contribuciones de su cuadragésimo primer presidente beneficiaron a EE. UU. y a muchas personas de todo el mundo. Todos debemos estar agradecidos. Que en paz tenga su muy merecido descanso.
Richard N. Haass es el presidente del Council on Foreign Relations y autor de “A World in Disarray: American Foreign Policy and the Crisis of the Old Order”. © Project Syndicate 1995–2018