
Desde el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, el Gobierno Federal ha recortado aproximadamente $2.700 millones en fondos para los Institutos Nacionales de Salud, incluyendo un recorte propuesto del 37% al Instituto Nacional del Cáncer. El Consorcio de Tumores Cerebrales Pediátricos –una red que lleva 26 años desarrollando tratamientos experimentales para la principal causa de muerte por cáncer infantil– se enteró en agosto de que perdería su financiamiento federal.
Los ensayos clínicos han dejado de aceptar nuevos pacientes. Las familias cuyos hijos estaban a semanas de recibir tratamientos experimentales buscan alternativas.
Sin embargo, en el punto de mira de Trump, hay mucho más que la investigación contra el cáncer –entre otras cosas, la arquitectura de la paz internacional–. Trump ha anunciado planes para interrumpir los programas de asistencia de seguridad para el flanco oriental de Europa, incluso cuando los drones rusos violan el espacio aéreo de la OTAN.
Su secretario de Defensa, el expresentador de Fox News Pete Hegseth, ha calificado a los aliados europeos de la OTAN de “patéticos” y los ha tachado de “aprovechadores”. Josep Borrell, exjefe de política exterior de la Unión Europea, declaró recientemente que Estados Unidos “ya no puede considerarse un aliado de Europa”. Tras 80 años de liderazgo en la alianza transatlántica, Estados Unidos hoy se aleja.
Trump también ha acelerado la producción de combustibles fósiles, al tiempo que canceló proyectos de energía limpia por $7.600 millones. El primer día de su segundo mandato, declaró una “emergencia energética nacional” –a pesar de que Estados Unidos es el mayor productor de petróleo y gas del mundo–. Y aunque 2024 fue casi con certeza el año más caluroso del que haya registro, con temperaturas globales cerca de superar los 1,5 ºC (el umbral que, según los científicos, provocará efectos climáticos catastróficos), la Agencia de Protección Ambiental de Trump ha tomado medidas para derogar todos los límites de emisiones de las centrales eléctricas.
Trump tampoco ha tenido piedad con los agricultores estadounidenses, que le dieron más del 75% de sus votos en 2024. Sus aranceles han sido devastadores: los productores de soya se encuentran bajo una presión financiera extrema y las quiebras agrícolas han alcanzado su nivel más alto en cinco años. Como dijo un ganadero de Kansas cuando Trump planteó la idea de comprar carne argentina para los mercados estadounidenses: “una absoluta traición”.
Para empeorar las cosas en las zonas rurales de Estados Unidos, la administración Trump ha congelado miles de millones de dólares en inversiones en energías renovables que aportaban ingresos constantes a los condados rurales. Y al restringir las visas para los trabajadores agrícolas, ha llevado a las granjas más pequeñas al borde del abismo.
Puede que haya una explicación simple para toda esta destrucción desenfrenada. Tal vez a Trump, que tiene casi 80 años, le importe un bledo un mundo en el que él no estará presente. Se trata de un hombre que siempre ha subordinado el mañana al hoy y que nunca ha construido nada que perdure más allá de su propia fama. Cuando el horizonte temporal se mide en años y no en décadas, el desfinanciamiento de la investigación del cáncer y la aceleración del cambio climático dejan de registrarse como costos. Se convierten, como mucho, en abstracciones.
Pero esta explicación, si bien es parcialmente satisfactoria, no explica por qué la destructividad de Trump resuena en una parte significativa del electorado. Algo más profundo está en juego.
Parte de la respuesta reside en una desesperanza generalizada sobre el futuro. La tasa de fertilidad se ha desplomado. La automatización amenaza con tornar obsoletas amplias categorías de empleo. El cambio tecnológico parece acelerarse más allá de la capacidad de comprensión, y mucho menos de control, de cualquiera. Y para millones de estadounidenses, el país donde crecieron se ha transformado hasta quedar irreconocible en una sola vida por la inmigración, la agitación cultural y la pérdida de viejas certezas. Cuando el futuro se presenta sombrío, hay pocas razones para invertir en él.
Pero esto tampoco es suficiente. La explicación más profunda reside en la naturaleza del propio proyecto trumpista. Si nos preguntamos cómo sería el éxito para el movimiento MAGA (“Hagamos que Estados Unidos sea grade otra vez”) de Trump, surge una visión: una nación cristiana blanca en la que las mujeres vuelven al hogar para tener hijos, y todos los inmigrantes recientes sean expulsados. MAGA quiere un Estados Unidos que existió por última vez, si es que alguna vez existió, en algún momento alrededor de 1955 –antes de los derechos civiles, antes del feminismo, antes de que la Ley de Inmigración de 1965 abriera el país al mundo–.
Esta visión es imposible –no solo difícil– de alcanzar. Las transformaciones demográficas y culturales de los últimos 50 años son irreversibles. Las mujeres que se incorporaron al mercado laboral no volverán al hogar. Los inmigrantes y sus hijos –ahora decenas de millones de ciudadanos estadounidenses– no se van. La revolución sexual no se puede anular. La revolución de la información no se puede deshacer. El genio no puede volver a meterse en la botella.
Aquí llegamos al quid de la cuestión. Dado que el futuro que quiere MAGA no se puede alcanzar, el movimiento no tiene un programa constructivo. No puede construir nada, porque nada de lo que construya le satisfaría. Todo lo que puede hacer es destruir –destruir las instituciones, los programas, las alianzas, la investigación y las inversiones que podrían crear un futuro diferente del que lamenta–.
La destructividad no es accesoria a MAGA; es lo que define al movimiento. La rabia que anima a MAGA es la rabia de la imposibilidad –la furia que surge de querer algo que no se puede tener–. Desfinanciar la investigación del cáncer pediátrico, abandonar a los países aliados, acelerar el cambio climático y traicionar a los agricultores no son medios para alcanzar un fin. Son el fin. Son expresiones de un nihilismo nacido de una nostalgia frustrada.
Esto es lo que ocurre cuando un movimiento político promete restaurar un pasado irrecuperable. Incapaz de cumplir, solo puede demoler. El futuro no murió por causas naturales. Está siendo asesinado, a diario, por aquellos que no pueden soportar su existencia –porque cualquier futuro que sea realmente posible no incluye lo que ellos desean–.
Y así, los niños con tumores cerebrales pierden el acceso a tratamientos experimentales. Los agricultores que votaron por Trump ven cómo se hunden sus mercados. La alianza que ganó la Guerra Fría se deshace. El planeta se calienta rumbo a la catástrofe.
Nada de esto conduce a algún fin. Es destrucción en sí misma, rabia sin propósito, el berrinche de un movimiento que sabe que lo que quiere nunca podrá ser. La pregunta para el resto de nosotros es si permitiremos que la indiferencia hacia el futuro de un octogenario corrupto –y el anhelo furioso de su movimiento por lo imposible– determinen cuál será ese futuro.
Stephen Holmes es profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York y Premio Berlín de la Academia Americana de Berlín. Copyright: Project Syndicate, 2025.