
En Costa Rica, pocas instituciones tienen un peso tan decisivo en la vida democrática como el Poder Judicial. No solo resuelve conflictos cotidianos, sino que también es la última muralla frente a los excesos de poder, la corrupción y las derivas autoritarias que acechan a América Latina.
Sin embargo, esa muralla hoy muestra grietas que no provienen de ataques externos, sino de un mal silencioso y profundo: el burnout judicial o “síndrome del quemado”, proceso paulatino por el cual las personas pierden interés en sus tareas, el sentido de responsabilidad y pueden llegar incluso a sufrir profundas depresiones que las hagan atentar contra su propia vida.
No en vano, los trastornos mentales son la principal causa de incapacidades, al punto de ascender a un 63% de la población judicial total para el primer semestre de 2022 (Informe CII-010-2022, citado por Dirección de Gestión Humana. Política integral de bienestar y salud laboral…”, pags. 16–23 y 68).
El agotamiento crónico de jueces, juezas, fiscales y, en general, el funcionariado judicial amenaza la calidad de la justicia y, con esto, la estabilidad democrática. No es un tema de moda ni un capricho académico. Es un riesgo real, documentado y progresivo.
En Costa Rica, el fenómeno lleva años desarrollándose de la mano de limitaciones económicas fortísimas en el presupuesto institucional impuestas por diversos marcos normativos frente a los cuales el liderazgo institucional se opacó.
Sobrecarga de expedientes, exposición constante a testimonios traumáticos, presión social y mediática, así como la rigidez de las leyes fiscales que limitan contrataciones y mejoras salariales, han generado un caldo de cultivo para la fatiga, la ansiedad, la desmotivación y hasta la depresión con consecuencias trágicas.
El resultado: despachos desbordados, decisiones retardadas y un Poder Judicial debilitado en su rol esencial de garante de derechos. Costa Rica debe actuar antes de que la fatiga erosione el último muro frente al autoritarismo y la polarización social.
Agotamiento, saturación, desmejora judicial y autoritarismo
El problema no es menor. Allí donde la justicia pierde calidad o legitimidad, avanzan la arbitrariedad, el populismo punitivo y la erosión institucional. A ello se suma un fenómeno inquietante: los discursos de odio y la polarización social encuentran terreno fértil cuando la justicia se percibe lenta o ineficiente o cuando no hay liderazgos claros que salgan al paso de esos fenómenos.
El descrédito hacia las instituciones abre paso a la manipulación, a la división entre “ellos y nosotros”, y a la falsa promesa de soluciones rápidas que, en realidad, erosionan el Estado de derecho.
Basta con mirar a la región para constatarlo: en países donde la judicatura se debilitó, pronto surgieron gobiernos autoritarios, concentraciones de poder y retrocesos en libertades públicas. La polarización se convierte, entonces, en excusa para debilitar aún más a las Cortes de Justicia y el círculo vicioso se consolida. En Costa Rica, aún estamos a tiempo de actuar, pero la ventana se estrecha y el costo humano va en aumento.
Medidas legislativas
Frente a este panorama, urge un doble abordaje. Por un lado, la Asamblea Legislativa debe asumir su responsabilidad histórica aprobando reformas legales que reconozcan el burnout como riesgo laboral calificado, permitan pactar incentivos económicos ligados a riesgos psicosociales, modifiquen las leyes que regulan los fondos de pensiones judiciales para posibilitar que algunos de estos recursos se puedan colocar, en condiciones financieras favorables, en programas sociales de mejora al funcionariado y creen un fondo solidario para financiar programas de bienestar.
No se trata de privilegios, sino de invertir en la salud de quienes sostienen el Estado de derecho.
Medidas del gobierno judicial
Por otro lado, la Corte Plena debe ejercer el liderazgo político y administrativo que hasta ahora no ha mostrado. Más allá de integrar comisiones, está llamada a diseñar políticas públicas internas que prioricen y aceleren la negociación colectiva, la desconexión digital, los convenios interinstitucionales y de cooperación internacional de apoyo, la licencia recuperativa corta o la profiláctica para estudio (con criterios de género e interseccionalidad), las mentorías judiciales para neutralizar la curva de aprendizaje del nuevo personal y la flexibilización de jornadas.
Estas medidas no siempre requieren romper la disciplina fiscal, sino que precisan reordenar recursos y priorizar el bienestar como estrategia institucional. La salud del personal judicial debe colocarse en el centro de la agenda, no en los márgenes.
El tiempo de minimizar el problema ha terminado. La evidencia es contundente: sin personas sanas que ocupen la judicatura y los órganos auxiliares de la justicia con la motivación necesaria para disminuir la mora judicial, no habrá justicia independiente, y sin justicia independiente no hay democracia.
Seguir postergando decisiones nos expone a un círculo vicioso: más mora, más desgaste, más desconfianza ciudadana y más terreno fértil para discursos populistas y de odio que socavan la institucionalidad.
El burnout judicial no se resuelve con discursos de ocasión. Requiere decisiones valientes: convenios colectivos bien diseñados, reformas legales urgentes y un cambio cultural en la forma en que entendemos la administración de justicia.
Cuidar la salud de jueces y juezas y, en general, del personal judicial es, en última instancia, cuidar la democracia y contener la polarización. La pregunta es simple: ¿tendremos la madurez política y la visión de Estado para actuar a tiempo?
En memoria del juez Sergio Quesada y en homenaje al 63% de la población judicial que se ha incapacitado por causas psicológicas
rosaura.chinchilla@gmail.com
Rosaura Chinchilla Calderón es abogada, docente universitaria y jueza en lo penal.