El acertijo que contesta las razones del desarrollo sigue siendo una de las prioridades del debate intelectual. Apenas hace tres siglos, que es poco tiempo en la historia del desarrollo humano, la metrópoli mexicana, heredera del poderoso Imperio azteca, era mucho más rica que las comunidades del norte de América.
Hoy ese norte, representado por Canadá y Estados Unidos, todavía alberga la economía líder del mundo, mientras que México se sitúa cerca del puesto 80 del índice de desarrollo humano. Aún más lapidaria es la observación de Carlos Alberto Montaner, quien, si mal no recuerdo, en su obra «La libertad y sus enemigos», explicaba que cuando la Universidad de San Marcos, en Lima, graduaba abogados con vocación cosmopolita, Boston aún eran pantanos; hoy Massachusetts alberga las universidades punta del mundo, mientras que los cada vez mayores cinturones de miseria están por engullir a la ciudad de Lima.
Son muchas las hipótesis sugeridas para responder la interrogante del desarrollo humano y el progreso. ¿Cuáles son los factores estimuladores de la prosperidad de una nación: la abundancia de sus recursos naturales o la situación geográfica los define? ¿O acaso el factor determinante es el clima? O bien, ¿se trata esencialmente de las instituciones que rigen las sociedades, como sostienen los economistas Acemoglu y Robinson? O, mejor aún, ¿es resultado de la aplicación de formas abiertas de gobierno, como sugiere Francis Fukuyama? Otros perversos cultores del darwinismo social y las ideas racistas plantearon que el desarrollo dependía de las características raciales de los habitantes.
La explicación de las causas del desarrollo es abundante en opciones: ¿Son las condiciones de la estructura económica y la relación entre los detentadores de los medios de producción y las clases sociales que dependen de ellos como lo planteaban Marx y Engels? O, por el contrario, ¿es estrictamente la aplicación de los modelos económicos libres, como ha insistido en uno de sus últimos libros la economista Deirdre McCloskey? Si ninguno de esos catalizadores es la respuesta correcta, entonces, ¿depende el desarrollo de las políticas públicas?
O, por el contrario, como propone el geógrafo Jared Diamond, ¿fue provocado el desarrollo por una combinación de conflictos armados, la tecnología que como resultado de esas guerras el militarismo genera y otros factores aleatorios de la acción de la naturaleza?
La hipótesis que de acuerdo con la estadística y la experiencia histórica me parece más plausible es que lo que determina el desarrollo de una nación es su cultura, o sea, el conjunto de convicciones comunes que condicionan el comportamiento social; la vocación espiritual que dirige y orienta la conducta y los pensamientos de los ciudadanos.
En buena medida, la cultura de las sociedades también está influida por las condiciones en que esas comunidades nacen. Los historiadores Nevins y Commager señalaban que lo que los colonizadores norteamericanos hicieron fue trasplantar al Nuevo Mundo la práctica de sus valores judeocristianos, y, al hacerlo, aprovecharon seis mil años de cultura.
Además, el gradual asentamiento de las sociedades norteamericanas se hizo por colonos con un sentido de convivencia mucho más igualitario, y si bien es cierto que en los territorios donde se asentaron había etnias nativas enfrentadas al proyecto colonizador, dichas poblaciones eran mucho más escasas si las comparamos con las que existían en lo que hoy es Latinoamérica.
Excepción fueron sociedades coloniales como la costarricense y la uruguaya, fundadas básicamente por colonos que arribaron a territorios poco poblados, y que se diferenciaron de gran parte del resto de los pueblos latinoamericanos, los cuales, desde el principio, fueron sometidos a sangre y fuego, marcando así abismales distancias socioculturales en grandes mayorías de su población.
Con la irrupción de la contracultura posmoderna, la polémica sobre las causas de la prosperidad y el progreso ha tomado otro cariz, al extremo que hay quienes pretenden poner en entredicho el concepto mismo de progreso. Una de las más peligrosas nociones de carácter filosófico que arrastra el posmodernismo es su sentido de renuncia al ideal de progreso.
La naturaleza presentista del posmodernismo y su pesimismo vital estimulan la noción de que ni la historia ni el futuro tienen sentido y, con ello, la participación cívica es la primera dañada, pues la política es esencialmente una obra civilizadora.
Hasta hace poco, la idea del progreso no tenía detractores, pues el progreso era un ideal entendido a partir de la asociación del tiempo y la secuencia de eventos, tal como sucede con respecto al desarrollo de la naturaleza, que se estructura paulatinamente de acuerdo con los procesos, partiendo desde un origen hacia el incremento de la complejidad, y la ciencia lo demuestra.
Nadie discutía el progreso como la aparición de una secuencia de acontecimientos, una métrica universal que permitía comparar el aumento de calidad, complejidad y grado de perfeccionamiento de los procesos, de tal forma que, en palabras del biólogo Pere Alberch, «cada evento en la secuencia es superior a su antecedente, e inferior a su sucesor».
Sin embargo, la posmodernidad ha arrastrado el debate hacia tal perversión contracultural que podemos comprobar que incluso filósofos de la ciencia, entre estos David Hull y Michael Ruse, ponen en duda la noción del progreso como un concepto socio de la idea del desarrollo.
Lo que sin duda es una tesis que contradice los fundamentos más elementales de la observación científica, la cual comprueba —lo demostró por primera vez el gran naturalista Linneo— que incluso la enorme diversidad de formas orgánicas se clasifican según un esquema jerárquico universal.
Si reconocemos que el condicionante fundamental del desarrollo es la cultura y que el ideal del progreso es uno de sus pilares, la agresión que actualmente ese ideal recibe debe ser enfrentada con energía desde todos los frentes del combate intelectual.
El autor es abogado constitucionalista.