
El reciente caso de Dayan Melissa Gaona, una colombiana de 25 años que solicitó acceder a la eutanasia tras padecer endometriosis severa, ha abierto una discusión que también toca a Costa Rica.
La negación de su petición y su historia evidencian la necesidad de dialogar no solo el derecho a morir cuando el dolor nos arrebata la dignidad, sino también el trasfondo de discriminación estructural por género: la negligencia histórica en la investigación y el tratamiento de enfermedades que afectan a las mujeres y a las personas que menstrúan.
Aunque en Colombia, desde 1997, la Corte Constitucional despenalizó la eutanasia en casos de personas adultas con enfermedad terminal que lo soliciten libre e informadamente, es preciso reconocer que el dolor de Melissa, como el de muchas mujeres, suele minimizarse. Esa minimización explica, entre otras cosas, brechas de género en el acceso a medicamentos y tratamientos del dolor.
La endometriosis afecta, según la Organización Mundial de la Salud, a unas 190 millones de mujeres y niñas en edad reproductiva en el mundo, cerca del 10% de esta población. Es una enfermedad crónica y dolorosa sin cura; aunque hay tratamientos paliativos, los retrasos en el diagnóstico suelen ir de 4 a 10 años (Li, Feng & Ye, 2025). Entre las causas está la normalización del dolor menstrual, la trivialización de los síntomas y la psicologización por parte del personal médico. Esos estereotipos de género son una forma de violencia estructural que lleva a algunas mujeres a considerar la muerte antes que seguir sufriendo.
La inversión en investigación depende de si las enfermedades afectan mayoritariamente a hombres. Así lo documenta Mirin (2021): las mujeres están infrarrepresentadas en ensayos clínicos, lo que genera vacíos en evidencia y tratamiento. La falta de fondos limita la investigación en diagnósticos tempranos y en terapias menos invasivas. No sorprende que la endometriosis figure entre las enfermedades crónicamente subfinanciadas.
Estudios recientes confirman que en Urgencias, las mujeres esperan más tiempo que los hombres para recibir analgésicos y, con niveles de dolor equivalentes, suelen recibir medicación menos potente (Guzikevits et al., 2024). Además, es posible que otros factores como ser mujer negra o tener mayor peso corporal pueden retrasar aún más el diagnóstico (De Corte et al., 2025).
Aún más, la mayoría de los estudios se concentra en mujeres blancas y mayores de 30 años, lo que excluye de manera sistemática a poblaciones racializadas, de menores recursos o con trayectorias vitales distintas.
Existe una brecha de género en el manejo del dolor. En procedimientos ginecológicos comunes, como la inserción de DIU o biopsias, se aplica con frecuencia mínima anestesia o ninguna. En Emergencias, las mujeres pueden esperar hasta 30 minutos más para recibir medicamentos y su dolor suele atribuirse a supuestas razones emocionales (Docter-Loeb, 2024; Yong, 2024). Ese sesgo ocurre tanto con profesionales hombres como mujeres, lo que demuestra su carácter estructural.
El caso de Dayan Melissa Gaona y su petición de poner fin a su vida no tiene sentido si no se reconoce que el Estado y la sociedad le fallaron. La perspectiva de género debe ser imperativa en la formación médica y en la investigación para garantizar políticas públicas efectivas, datos y financiamiento que atiendan una enfermedad que padecen millones. Vivir sin dolor es un derecho, pero para garantizar el acceso a este, hay que reconocer su existencia, invertir en investigación con perspectiva de género e interseccional, ofrecer atención humanizada y, cuando no haya opciones razonables, respetar el derecho a decidir.
Desde la perspectiva de derechos humanos, la falta de financiamiento e investigación en enfermedades que afectan de modo desproporcionado a las mujeres constituye un incumplimiento del deber de debida diligencia estatal. La CEDAW y la Convención de Belém do Pará obligan a los Estados a adoptar medidas específicas para prevenir y atender las violencias estructurales que impactan la salud de las mujeres y de las personas con capacidad de menstruar. No invertir en diagnósticos tempranos ni en tratamientos adecuados simplemente asegura la existencia de la violencia.
La eutanasia es la última opción. Pero cuando el sistema falla en diagnóstico, investigación y tratamiento del dolor, ¿qué otra opción le ofrece el mundo Dayan Melissa Gaona?
larissa.arroyo.navarrete@una.cr
Larissa Arroyo Navarrete es académica y abogada especialista en derechos humanos y género, doctoranda en Derecho. Labora en el Instituto de Estudios de la Mujer de la Universidad Nacional (UNA).