
Nuestro país debe hacer un esfuerzo para salir del insulto y la violencia verbal en que lo han sumido el actual gobierno y otros actores políticos. Como sociedad, somos mucho más que eso. Nos merecemos algo mejor.
La ciudadanía de la Costa Rica actual –la calidad de sus hombres y mujeres, de sus científicos, de sus empresarios, de sus trabajadores, de sus académicos, de sus agricultores, de su juventud, de la mayoría de las personas que viven en esta sociedad– es más, realmente mucho más, que el lamentable nivel de su clase política y de ese personaje con micrófono que se dedica a insultar gente un miércoles sí y otro también. Costa Rica es, realmente, mejor que eso.
Una sociedad valiosa y esforzada
Cuando uno ve, por ejemplo, a jóvenes brillantes que salen de los colegios científicos de las zonas suburbanas o rurales y obtienen un puntaje de 800 (es decir, calificación perfecta en el promedio de admisión de la UCR o el TEC) o de 900 en la UNA; o se entera uno de muchachos que crean start-ups con las uñas, casi sin dinero, o financiándose con sus propios ahorros familiares, y después triunfan y logran encadenamientos y sinergias con la economía mundial en el campo de la tecnología, la agricultura, la propia IA, etcétera, es cuando concluye que las reservas de nuestra sociedad no se han perdido: aún están allí. Igual cuando vemos a los muchísimos profesionales ticos graduados en Alemania, Inglaterra, Francia, Japón, Estados Unidos, a quienes después se los disputan en el extranjero (y, quizá, el país los perderá para siempre); o a los músicos, artistas o deportistas individuales que triunfan fuera de nuestras fronteras, sin ninguna ayuda ni subsidio del Estado. El potencial sigue ahí.
Y qué decir del esfuerzo inclaudicable de nuestros agricultores que se levantan todos los días a las 3 o 4 de la madrugada para seguir produciendo semillas, frutas, legumbres, verduras, es decir, toda nuestra comida; agricultores que, a pesar de la ausencia total de ayuda y de la persecución y los insultos de este presidente que los amenaza con incautarles tractores y vehículos, es decir, sus machetes de trabajo– son capaces de seguir adelante, con todo el sacrificio del mundo, y de continuar viajando todos los sábados y domingos a las Ferias del Agricultor, ese remanso de alegría, color y sabor, ese pedazo entrañable de nuestra “Costa Rica profunda” que aún subsiste. Cuando uno ve eso, se percata de que el país sigue teniendo futuro.
El único problema es que hoy el país está mal representado políticamente.
No siempre fuimos así
Nuestra clase política (con algunas brillantes excepciones; unas 15 o 20 personas que valen realmente la pena) se volvió chabacana, vulgar, desagradable.
Quizá por la influencia del inquilino de Zapote y so cohorte de corifeos y de troles –y algunos otros personajes virulentos de otros partidos, como el diputado y pastor religioso que apoya a Javier Milei, Nayib Bukele y personajes de esa ralea– hoy nuestra clase política no discute y ni analiza racionalmente nada. Solo grita e insulta; lanza improperios. No tiene profundidad analítica. No sabe hablar ni pensar. Solo vitupera.
Pero no siempre fuimos así. Costa Rica tuvo, en otros momentos de su historia, “clases políticas” realmente brillantes, las que supieron encauzar las reformas para convertir a Costa Rica –junto con Uruguay– en las dos democracias civiles ejemplares de América Latina en siglo y medio de historia.
Al menos, tres grandes momentos: primero, la generación de Castro Madriz, Braulio Carrillo y Juanito Mora (1825-1860). No solo fundaron nuestro Estado nacional, sino que, además, lo defendieron de amenazas externas. Segundo, la generación de Tomás Guardia, Jesús Jiménez, Mauro Fernández y Ricardo Jiménez (1870-1936), quienes nos transformaron en una república de libertades y derechos. Y, posteriormente, la generación de la II República, la de Calderón Guardia y de don Pepe, la de don Manuel Mora, monseñor Sanabria y Rodrigo Facio (1940-1970), quienes nos metieron en la modernidad del siglo XX y nos transformaron en un Estado social de derecho.
Llegamos a ser uno de los países más equitativos y democráticos de América Latina. Como resultado de todo ello, siglo medio después, en 1990, Costa Rica llegó a ser, junto con Uruguay, uno de los países más equitativos de la región latinoamericana, como consta en el Informe de Desarrollo Humano que hizo el PNUD ese año, bajo la dirección de Amartya Sen.
Pero vamos como el cangrejo: este año, 2025, el Banco Mundial nos clasificó como el sexto país más desigual del planeta. (Taking on Inequality, World Bank, Washington D.C.), sin duda, un grave retroceso.
Es decir, no es cierto –como dicen en Casa Presidencial– que el pasado fue peor. Costa Rica tuvo clases políticas mucho más brillantes que la actual. De políticos e intelectuales muchos más talentosos, creativos y eficientes que los actuales inquilinos de Zapote.
El andar echándole culpas al pasado (en forma incorrecta, además, pues las estadísticas demuestran lo contrario) no solo es un acto de mediocridad, como dijo en una conocida reflexión Angela Merkel, la excanciller de Alemania, sino, además, un acto de profundidad irresponsabilidad política.
Uno se compromete a tomar el poder para gobernar, para mejorar las cosas. Pero jamás para destrozar un país (en seguridad ciudadana, en la CCSS, en educación pública, en apoyo al agro, en turismo...) y, además, culpar luego al pasado.
Una anécdota: don Pepe y don Manuel Mora sentados en la misma mesa
Permítanme contar una anécdota para contradecir a esta gente de Zapote que lo único que sabe hacer es culpar de todo al pasado.
Allá por 1982, yo tenía poco más de 20 años y fui presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios (hoy FEUCR), institución que tenía cierta relevancia nacional. Ello me abrió la posibilidad y la fortuna de conocer –y conversar en muchas ocasiones– con varios de los líderes y políticos que hicieron la reforma de la Segunda República, en las décadas de 1940 y 1950.
Conversé muchas horas con don Pepe, con don Manuel Mora Valverde, con Daniel Oduber, con Mario Echandi, con Luis Alberto Monge (allá en su casa, en Pozos de Santa Ana), con Arnoldo Ferreto; con Rodrigo Carazo y doña Estrella (en su casa de Escazú); con Alberto Di Mare y Guido Fernández, y con Rodolfo Cerdas Cruz (en su casa de Moravia), con quien, incluso, llegué a trabar una buena amistad de muchas décadas.
Tengo que decir una cosa: esa clase política era infinitamente superior a la que actualmente está en Zapote y cuesta de Moras, por dos razones: era muchísimo más culta e inteligente y, además, era más patriota.
Y aquí viene la anécdota. En alguna ocasión, me tocó estar presente en una larga conversación entre don Pepe y don Manuel Mora, ya octogenarios (ellos habían sido enemigos en la guerra de 1948). Si había dos personas en este país que podrían haber tenido animosidad eran ellos, que estuvieron en bandos opuestos en un enfrentamiento armado. Sin embargo, radio UCR y canal 15 los reunió y lo que había en esa mesa eran dos personas realmente cultas, que amaban a Costa Rica. Tuvieron puntos de vista distintos (uno era reformista socialdemócrata y el otro, marxista) y, sin embargo, lograron hacer una transacción en el famoso Pacto de Ochomogo por amor a Costa Rica. En esa grabación, la rememoraron con afecto y respeto mutuo.
Pongo dos ejemplos más: Daniel Oduber y Rodolfo Cerdas, con quienes cultivé una buena amistad. No solo fueron dos de los políticos más talentosos que tuvo Costa Rica en el siglo XX, sino, además, intelectuales del más alto nivel (graduados en Mc Gill, Canadá, y la Sorbona, en Francia). Eran reconocidos internacionalmente por su formación en las mejores universidades del mundo y, literalmente, estaban a años luz de los políticos actuales de nuestro país.
Por eso, Costa Rica llegó en 1990 a ser uno de los países más equitativos y democráticos de la región y hoy es uno de los más desiguales del mundo. Las estadísticas no mienten. Algo se nos perdió en el camino y nuestro reto es volver a encontrarlo. Tenemos que volver a construir una clase política que realmente nos represente.
Jaime Ordóñez es director del Instituto Centroamericano de Gobernabilidad.