
La aprobación exprés de una reforma constitucional que habilita la reelección presidencial indefinida en El Salvador marca un punto de no retorno en el desmantelamiento del orden democrático bajo el gobierno inconstitucional de Nayib Bukele.
El mandatario, quien llegó al poder hace seis años con una imagen joven y disruptiva y un discurso antisistema, fue reelegido en 2024 gracias a una reinterpretación arbitraria y contraria a la Constitución. En un breve periodo –que a otros autócratas les llevó décadas–, ha desplegado una estrategia meticulosa y acelerada de concentración del poder que culmina ahora con la legalización de su aspiración a perpetuarse indefinidamente en el cargo.
El jueves 31 de julio, la Asamblea Legislativa, controlada por el oficialismo, aprobó sin debate la modificación de varios artículos de la Carta Magna que reconfiguran las reglas del juego democrático: permite la reelección presidencial indefinida, amplía el mandato de cinco a seis años, elimina la segunda vuelta electoral y adelanta las elecciones generales de 2029 a 2027, unificando en una sola jornada los comicios presidenciales, legislativos y municipales. El argumento fue la eficiencia electoral; la realidad, un blindaje absoluto del poder presidencial.
El laboratorio autoritario
Bukele fue elegido por primera vez en 2019. Un líder con estética millennial, experto en el uso de redes sociales, enemigo declarado del bipartidismo corrupto y con una promesa de modernización, conquistaron a una ciudadanía cansada del statu quo. Sin embargo, tras esa imagen cuidadosamente construida, se escondía un proyecto de concentración total del poder. Desde su reelección en 2024 –facilitada por una Sala de lo Constitucional cooptada en 2021 por el régimen–, ha avanzado de manera decidida y acelerada hacia un autoritarismo funcional que mantiene las formas democráticas, pero vacía su contenido.
La popularidad de Bukele se consolidó gracias a una política de mano dura contra las pandillas, que logró una drástica reducción de los homicidios –de 51 por cada 100.000 habitantes en 2018 a apenas 1,9 en 2024–, aunque a un costo altísimo: más de 85.000 detenciones sin debido proceso, bajo un estado de excepción permanente que se renueva cada tres meses desde 2022.
La promesa de seguridad ciudadana ha servido como pretexto para institucionalizar un régimen de excepción –denunciado por grupos de derechos humanos– que cuenta con el respaldo de las fuerzas armadas a las que el gobierno ha duplicado el presupuesto y blindado de las investigaciones por crímenes de lesa humanidad.
Sin embargo, la represión, lejos de limitarse al combate del crimen, se ha extendido a periodistas, activistas y organizaciones de la sociedad civil. La reciente detención de la abogada Ruth López, el cierre forzoso de Cristosal, la salida de numerosos periodistas para evitar la cárcel –entre ellos, los del Faro–, y la aprobación de una ley de “agentes extranjeros”, han instaurado un clima de censura y autocensura propio de los peores capítulos del autoritarismo latinoamericano.
Nada de esto resulta sorpresivo. Ya en 2021 advertimos sobre el peligro de la seducción de la “bukelización” de la política y los riesgos de la “eficracia”: un modelo de liderazgo carismático, hipereficiente en comunicación digital, decidido a desarticular los contrapesos institucionales pero con capacidad de dar resultados en aquellos temas que son prioridad para la población.
Ese mismo año, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en su Opinión Consultiva 28/21 –emitida a propósito de la pretensión de Evo Morales de postularse a la reelección indefinida– y a solicitud del gobierno de Colombia de esa época, advirtió de que la reelección presidencial indefinida no es un derecho humano, que su prohibición puede ser legítima y que, en todo caso, representa un grave riesgo para la democracia al concentrar poder, reducir la competencia electoral y debilitar a la oposición, el pluralismo político y a las instituciones autónomas.
Un modelo seductor y peligroso
La “bukelización” encarna una nueva variante del autoritarismo que combina eficiencia con altos niveles de aprobación popular. Pero la popularidad no equivale a legitimidad democrática, como lo establece el artículo 3 de la Carta Democrática Interamericana, que exige tanto la legitimidad de origen como de ejercicio. Y Bukele carece de ambas: fue reelegido el año pasado de manera inconstitucional y gobierna sin división de poderes.
Por ello, no caben eufemismos: el régimen salvadoreño es claramente autocrático. Y similar a otras experiencias autoritarias del siglo XXI, la democracia salvadoreña no ha muerto con tanques en las calles, sino en silencio, desde dentro y, en este caso, con el respaldo de una ciudadanía que, harta de la corrupción y la inseguridad del pasado, ha aceptado canjear libertad por orden y resultados inmediatos. Según Latinobarómetro 2024, el 62% de los salvadoreños dijeron que no les importa que un gobierno no democrático llegue al poder si resuelve sus problemas.
Inquietante apoyo
Hay un elemento adicional inquietante: la complicidad de Trump. A diferencia de las dictaduras de Cuba, Venezuela o Nicaragua, el modelo de Bukele no provoca rechazo regional, sino admiración. Su deriva autoritaria es vista por varios líderes latinoamericanos como una fórmula “exitosa” y cuenta con el respaldo explícito del presidente Donald Trump, quien lo considera un aliado estratégico –es el único mandatario latinoamericano recibido oficialmente en su segundo mandato– por su disposición a actuar como “carcelero” de los migrantes irregulares deportados por Estados Unidos.
Como si lo anterior fuera poco, el 6 de agosto, la Casa Blanca y el Departamento de Estado no solo respaldaron públicamente la reforma constitucional salvadoreña, a la que consideraron democrática, sino que también rechazaron equiparar al gobierno de Bukele con las dictaduras de la región.
Resumiendo: frente a este nuevo modelo de autoritarismo, la región debe encender con urgencia todas las alarmas. Lo que hoy sucede en El Salvador podría anticipar el devenir autocrático de otras democracias latinoamericanas si no se actúa con determinación.
Cuidado con la seducción y el peligro de la “bukelización” y su “eficracia”: un pacto fáustico que, bajo el pretexto de orden, seguridad y resultados rápidos, legitima el ceder libertades, degrada el Estado de derecho y desmantela la democracia. Estamos advertidos.
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Daniel Zovatto es director y editor de Radar LATAM 360.